TÚ
Recuerdo,
con un brillo de nostalgia en el lagrimal,
la primera vez que admiré tu desnudez.
La piel,
eternamente morena,
tostada por todos los soles,
mezcla de todas las razas caribeñas.
La boca,
tesorera de unos dientes simétricos,
besos que se eternicen, besos en celo,
cavidad húmeda y cálida,
carcelera de aplacados gemidos sexuales,
parturienta de risas espontáneas,
cuna de las carcajadas más estridentes,
de las muecas más pícaras,
y de los mohines más apasionantes.
Boca donde amanecen las sonrisas,
donde se pronuncian mi nombre y los suspiros,
donde se callan avergonzados los deseos,
y donde se acallan, con prudencia,
inquietudes, añoranzas, soledades y secretos.
Los labios,
imán para otros labios,
Faro de Alejandría,
besos incitando a otros besos,
colchón acogedor, mullido,
cuna de una voz llamándome sin voz;
preámbulo tan apetecible
como la entrada al Cielo.
El culo,
rotundo pero contenido,
firme y agradable:
destino apetecido.
Las piernas,
largas columnas suaves hechas para las caricias,
alamedas floreadas que llevan,
como un rumbo inevitable,
a un sexo cálido y dulce.
El sexo,
al final de una floresta de musgo tierno,
bello vello,
permanece agazapado,
tímido y perfecto,
silente y hambriento:
es un sexo que sabe devorar con maestría.
Es otra boca,
insaciable,
insondable,
infinita.
Los pechos,
más tímidos que pequeños,
como si no se atrevieran a hacer de ti
una mujer rotunda de formas
con una proa desafiante
que soliviantara a su paso
el babear de los varones,
el revuelo dentro de sus pantalones,
y el alboroto de la lujuria.
Y la luz tenue en aquella habitación oscura,
y el pudor sonrojando tu sonrisa
y tus deseos tan nerviosos…
Así recuerdo,
con un brillo de nostalgia en el lagrimal,
la primera vez que admiré tu desnudez.