INEXPERTO EN LLANTOS
Aquel hombre no sabía llorar.
Lo había intentado, con poca fe,
y no había conseguido,
a pesar del gran esfuerzo,
nada más que una llovizna tenue
de lagrimitas niñas.
Insistió.
Recurrió a los momentos más dolientes
de su infancia pobre:
sólo consiguió un lamento calmado,
comprensivo y razonable en exceso,
y ninguna lágrima.
Recorrió su juventud,
pero ni siquiera la pérdida del primer amor eterno
consiguió que se cumpliera el propósito.
A punto de ser adulto,
una sensación de que perdía el tiempo
y desperdiciaba la vida
creyó encontrar la llaga en la que hurgar,
el grifo del llanto,
pero sólo consiguió un estremecimiento leve,
y llenarse de buena voluntad
para remediar el desperfecto.
Tuvieron que llegar los días últimos,
su invalidez irremediable,
los temblores de las manos,
la ausencia de los seres queridos,
y la llegada del final,
para que unas lágrimas,
a punto de morir de desesperación,
pudieran estrenar el lacrimal,
lanzarse por las mejillas inmaculadas,
y ahogarle en la desesperación
de los llantos bien llorados.