SILENCIOS
Llevo más de tres años acudiendo a esta misma cafetería.
Me considero un experto en su clientela. Conozco a todos los que dejan su despacho a eso de las once para bajar a tomar un café y una porción de las famosas tortillas de patatas.
Al principio aprovechaba este tiempo para leer el periódico deportivo y estar al tanto de lo acontecido y de lo porvenir en todos los deportes. En eso también soy experto.
Después creí que era más distraído imaginar qué se escondía en cada persona de las que estaban aquí, así que me dediqué a curiosear y fantasear secretamente, procurando que mis miradas no me delataran, y lo mismo desnudo a las mujeres imaginando la forma exacta de sus pechos y el color de sus braguitas, que supongo la profesión de cada uno de los señores trajeados.
Aquel gordo del traje azul, que por cierto le queda fatal, debería cambiar de sastre, qué digo, debería dejar de comprarse los trajes en las rebajas del hipermercado, apostaría a que trabaja en una compañía de seguros y a esta hora ya ha despachado veinte partes de accidentes y en cada uno de ellos ha refunfuñado, por lo bajini, acerca de lo torpes que son conduciendo; a gusto les hubiera dicho que se metieran el coche por el culo y que ojalá les retirasen el permiso de conducir, porque se le ve que tiene cara de mala leche, y sin duda cada día se queja de la mierda de trabajo que tiene, y se lamenta cada vez que puede de su mala suerte y de que no está desarrollando aquello para lo que está perfectamente capacitado, que es ser gerente, porque él sabe tocarse los huevos con más maestría que el actual, que no es capaz de hacer algo más que firmar los cheques que le presentan y consultarlo todo, dándose un aire de saber delegar y de ser democrático, cuando en realidad es un incompetente cuñado a quien le sobra puesto por todos lados. Sin duda, al gordo le gustaría poder darse el gustazo de decirle a la cara lo que es y lo que no es, pero no se puede arriesgar a perder su puesto de mierda, así que se traga los sapos y descarga su enojo con alguna secretaria jovencita que calla asustada.
Aquella chica del fondo, la nueva, y digo la nueva porque es la primera vez que la veo, tiene pinta de ser una recién licenciada que acaba de conseguir un contrato en prácticas de tres meses, sin cobrar salario, con el único objetivo de dar de comer a su currículum, y mientras la explotan sin consideración, encima, tiene que poner cara beatífica y decir que sí a todo, como si no existiera la posibilidad de decir no.
Está perdida. Le gustaría conocer a alguno de los que están en la barra y poder iniciar un monólogo de lamentos encadenados, quisiera poder encontrarse con alguien que esté en su misma situación de esclava para compartir drama y queja, pero no se atreve porque en su casa le han dicho que no hable con desconocidos, y que si se dirige a un hombre será mal interpretada. Así que se tomará el desayuno mientras observa cómo entra y sale la gente.
Por la forma de vestir supongo que sus padres, clase media baja, habrán hecho un esfuerzo grande para pagar los estudios, para que la niña pueda tener un título colgado en la habitación junto al póster de Alejandro Sanz.
A ese otro, aquel estirado del fondo, le tengo bien calado; no me queda la menor duda de que se dedica a trapichear en negocios turbios. Creo que es el hermano pequeño de El Padrino.
No me extrañará que un día entre en el local con un tiro en el pecho, perdiendo sangre por un agujero que tapará con la mano izquierda mientras con la derecha sujeta la taza de café, y que morirá aquí mismo entre la indiferencia de la clientela; sólo la señora de la limpieza se dará cuenta de que está muerto, y se lamentará porque habrá llenado el suelo de sangre y le estorbará al pasar la fregona.
Y luego está ese sarasa, lo voy a decir así de fino, que se vuelve loca todos los días y aparenta que es feliz; llena el aire de grititos dulces, tiernos, casi gratos por lo alegres, pero que a mí me suenan a vómitos, y siempre tiene gente a su alrededor a quienes contagia de esas risas.
Me gustaría verle cuando llegue esta noche a su casa y se ponga a ver la tele, con el gesto aburrido y la sonrisa en el congelador.
Sí, estoy enojado. Lo admito.
Con todos y con todo.
No me gusta lo que hago.
Alguna vez he pensado que tenía que echarle cara a la vida, como esos banqueros que roban millones y millones, y después de estar cuatro o cinco años en la cárcel les sueltan con el historial limpio, o esos otros de las inmobiliarias que hacen casas con papel de fumar y las cobran como si tuvieran tabiques de oro, o esos de los timos de los periódicos y los teléfonos que cobran una fortuna por entretenerte con una mentira.
Ya sé que soy gilipollas, aunque esto sólo lo reconozco en este pensamiento privado; si tuviera la mínima sospecha de que alguien pudiera entrar en estas elucubraciones, no me arriesgaría ni siquiera a pensarlo.
Uno tiene que mantener el tipo y la imagen, que son caros de conseguir y conservar.
Mi trabajo es decente, con eso está todo dicho. No soy un emprendedor tocado por el éxito, no soy imprescindible, no aporto a la sociedad descubrimientos que modifiquen el devenir de la historia... soy mediocre. Tan mediocre que necesito inventar para los demás unas vidas más pobres o más vacías que la mía para no salir perdiendo en la comparación.
En realidad quizás cualquiera de los que pululan por este bar tiene un corazón más humano que el mío, unos hijos que le abrazan cuando regresa a casa, una pareja que le quiere, y encima es feliz con lo que hace en la vida o se conforma con el papel que le tocó en esta farsa.
Quizás sea mejor que me lleve mi ponzoña a otra parte, y que me dedique a rescatar de entre mis escombros a aquel hombre que sabía reírse y me alegraba los días.
Quizás sea mejor que recoja mi tristeza y mi derrota y deje como intachable e impecable la vida de los demás.
Me voy a seguir trabajando…