EL DESTINO
De haber sabido entonces que los amores fatales son mayoría,
no hubiera cruzado aquella calle a la búsqueda inconsciente de su destino.
Las hojas señoreaban el aire en un ballet aparentemente casual o improvisado. El sol aparentaba tener un día rutinario. Los pájaros, reían.
Nada hacía presagiar que al otro lado de la calle, Antonio Nieto, que en ese momento parecía a merced de su propia desatención, estaba puesto por el destino con la intención de que poco después tropezara con Viena Diéguez, y la levantara del suelo deshaciéndose en disculpas, fue cosa mía que soy muy distraído, disculpe señorita, ¿se ha hecho daño?, no, dijo ella, porque no se había hecho daño en el cuerpo, pero quizás si en el corazón, porque fue mirarle, mirar ese aire de poeta despistado o de niño grande que acabara de crecer, y quedar prendada y prendida con los lazos indescifrables con los que el destino anuda a dos personas sin que lo noten.
Me llamo Antonio, dijo él, como si con eso solucionara lo que acababa de ocurrir, como si fuera una razón suficiente que le habría de perdonar, ¿y usted?, yo no, respondió ella.
Quedó hechizada, alelada, desatenta de sí misma y la pregunta que le había planteado, sólo pendiente de lo que pasara en los próximos instantes en los que nada podría hacer que no estuviera ya decidido.
Antonio Nieto intentó de todos modos que su sonrisa le disculpara, pero de nada sirvió.
Ella, muda, comenzó a elevarse al cielo de las embobadas ante la atónita mirada de los viandantes, ante la asombrada mirada de él, y no volvió a apearse hasta que sesenta años más tarde, un día festivo en el que la muerte no debiera trabajar, se presentó de improviso y la llevó a campear por el Cielo.
Hasta entonces, malvivió de la añoranza, de ese soñar con que un día volvería a aparecer, a tirarla al suelo si hiciera falta una y mil veces más, a sonreír esa sonrisa inocente, a esparcir su desarbolado manojo de nervios aderezados de disculpas, y a llevarla del brazo camino del altar del futuro, donde serían felices con sólo mirarse, pero él estuvo tan alelado porque llegaba tarde para embarcar en el ATLANTIS rumbo a Londres, donde viviría en la dicha todos los siguientes años de su vida, que no tuvo tiempo de prendarse ni de hacerla un sitio en los recuerdos.