ORELLANA
Ciénaga de Oro (Colombia), 1881
Justamente hoy, catorce de Abril, se cumplen tres meses de la primera vez que me preparé ritualmente un café, como siempre he pensado que hacen los escritores cuando se ponen a escribir, me senté en esta misma silla, como he seguido haciéndolo todas las tardes, acomodé frente a mí en un orden impecable estos papeles en blanco que compré en la Papelería Doña Luz, cogí con mi mano izquierda el lapicero, y lo apoyé en la esquina superior con la intención de comenzar este apunte de algunos momentos de mi vida.
Todos esos puntitos oscuros del principio son la señal de mi intención de comenzar; son la marca que la punta del lapicero ha dejado al apoyarse en esa línea de salida de la que hasta ahora mismo no he conseguido arrancar.
Y lo hago de esta manera tan poco ortodoxa porque si sigo esperando la llegada de la frase inicial perfecta para contarme cosas de mi vida, que es lo que quiero hacer con la única intención de que no se vayan muriendo en el olvido, puede ser que en la espera se me escape algo de lo que quiero dejar anotado.
Mi nombre es Orellana.
Soy puta.
Y enana.
Lo de ser puta me viene por parte de madre; lo de ser enana nunca lo he sabido, porque mi madre fue mujer de altura más que notable, y aunque muchas veces se lo pregunté a ella, como si cada vez fuera la primera, con la intención de pillarla en un momento de sorpresa y que me contara con una respuesta sin falsear, de dónde vengo por parte de padre, nunca me lo dijo.
Ella recordaba haber estrenado muchos jóvenes, en realidad a todos los jóvenes de este pequeño pueblo envenenado, pero decía que nunca en su carrera profesional había tenido un encuentro con un enano.
Cuando ya fue muy mayor, y quizás para callarme, me añadía a la respuesta que igual se le coló uno entre los niños sin darse cuenta.
Durante todo este tiempo, estos días de preámbulo, he pensado en distintas formas de cómo hacerlo, por dónde empezar, cuánto ampliarlo o cuánto abreviarlo, a quién nombrar y de quién olvidarme. Incluso pensé en aprovechar para cambiar ciertas realidades que nunca me gustaron.
Esto último ya lo he descartado, porque quiero ser fiel al motivo que me lleva a contarme lo que siga, que es poder tener una constancia de la realidad de mi pasado cuando me llegue esa edad, ya cercana, en que dicen que se olvidan todas las cosas, y una se dedica a inventarlas para poder convencerse de que han existido, y que ha habido una vida entre el vacío de antes de la primera respiración y el momento en que el corazón llega a su meta.
Cada vez que he pensado en hablar acerca de mí, he pensado por asociación que mi vida es una historia que se desarrolla en una cama. En mi cama.
Está aquí, a mi lado, en la única habitación que es esta casa que heredé de mi madre. Ha estado siempre aquí, porque ha sido el puesto de trabajo donde ejerció, entre digna y resignada, su oficio de toda la vida.
Ya hace tiempo que sólo la uso para dormir o para recostarme a releer los pocos libros que tengo. Si acaso me llega algún cliente, que tengo menos clientes que domingos, le alivio en cualquier sitio de cualquier manera y le despacho rápidamente.
Se pasó el tiempo de mi juventud, el tiempo que me dio trabajo, pero no fortuna, porque en este pueblo inculto y crédulo vivía la insostenible tradición que decía que todo aquel hombre que metiera su verga en la vagina infantil de una enana, mantendría su fogosidad viril hasta dentro del ataúd.
Así que hubo años en que al amanecer abría la puerta de la casita, que ya se quedaba de par en par hasta entrada la noche, corría la cortina multicolor para que no entrara el calor de la calle en verano, ni el frío pobre de los tibios inviernos de esta región, y empezaba mi trabajo de ir cancelando la cola que se formaba en la entrada.
Llegaban hombres con todas las edades imaginables, aunque la mayoría, un poquito mayores; llegaban mineros de sexualidad aplazada, campesinos, pescadores que se desplazaban con su olor a cuestas, algún rico disfrazado de pobre para no ser reconocido, algún santo varón, de misa semanal, que no se resignaba a convivir con la flacidez de su miembro y cometía el sacrilegio de visitar mi cuevita que hacía magia, pero después corría a lavársela con agua bendita y a rezar por haber venido, aunque también, sin decirlo, rezaba para que le funcionara el milagro.
Atendía a puerta cerrada, con la reserva de una tarde en exclusiva, a un señor marqués o algo parecido, de esos de la alta sociedad, un degenerado pervertidor de niñas que acallaba su instinto con la mentira de mi tamaño. Me hacía rasurar el vello del pubis y me pagaba para que fingiera ser una niña. Me llamaba Chelito, que nunca supe quién fue en su vida, y me trataba con mucho respeto hasta que se le encendía la fiera. Entonces perdía los papeles, y sin traje era igual que el peor.
Pero eso no era lo habitual. Lo que sucedía más a menudo era que los hombres entraban ya con la urgencia levantada y tardaban menos en terminar que en desvestirse.
Muchas noches tuve que salir a la puerta, agotada, y gritar a la procesión de hombres que seguían esperando, que mejor lo dejaran para mañana, que deshicieran esa hilera que se reparía incansablemente, y entonces tenía que escuchar durante muchos minutos las protestas, las explicaciones que trataban de ser convincentes, y las desesperaciones. Los que venían de lejos se quedaban a dormir delante de la casa para guardar el turno del día siguiente.
Algunos me pedían que por lo menos les tocara, como si fuera la virgen de los milagros.
Y hubo momentos en que me lo llegué a creer.
Ahí comenzó la perdición de mi economía, porque hasta entonces siempre había cobrado una moneda por el servicio, pero algún bienhablado me convenció de que no tenía nada, ni tenía donde pedir el dinero de mis honorarios, pero que Dios me lo pagaría con una parcela mejor en el cielo, y me lo expuso con tal palabrería que acabó convenciéndome.
Después, el muy cabrón, corrió la voz y casi todos los que venían recurrían a mi caridad cristiana, a todos los dioses de todas las religiones, la virgencita te lo pagará, que menuda cuenta tiene para pagarme; no le va a llegar ni aunque empeñe el cielo y todas las iglesias.
Y desde entonces, esta fue más una casa de caridad que la casa de puterío que siempre había sido desde que la fundó mi madre, Doña Remedios, que aprendió su oficio del hambre, y lo mantuvo porque siempre pensó que a fin de cuentas venía a hacer lo mismo que cualquier casada pero cobrando, y con la gracia añadida de no tener que aguantar ni antes ni después al marido.
Hasta llegó a inventar los abonos mensuales. Los hombres del pueblo, todos, y los de los alrededores, casi todos, los usaban; les daban derecho a cuatro visitas a cambio de una cuota.
Se hizo tan célebre el invento, y tan aceptados y habituales sus servicios, que algunos niños preguntaban a gritos desde la calle si estaba su papá cuando lo andaban buscando, o le decían directamente a su padre que se diera prisa, que la cena ya estaba puesta.
¡Qué tiempos!
Sobre esta cama que asocio a mi vida, fui hecha en un accidente laboral por uno cualquiera de los miles que pudieron haber sido mi padre.
Por aquel entonces mi madre era nueva y tenía el alma sin remiendos; eso la impidió deshacerme. Pasé nueve meses soportando los empujones animales, creyendo que eran terremotos.
Me contaba mi madre, que en gloria esté, que estaba con un asiduo cuando sintió algo distinto, que era mi llegada, y le dijo "salte de ahí para que pueda salir mi hija".
Nací en esta misma cama, asistida por el cliente que tuvo que hacer de comadrona, y fue su cara, aunque borrosa, la primera cara de las miles que después vi sobre mí recortadas sobre el fondo del techo.
Me contaba mi madre que a veces me daba el pecho en plena faena, que algunos clientes se le desconcentraban y otros se ponían tiernos, habladores, y dejaban el trajín y se quedaban alelados mirándome, y después de que yo hubiera terminado de eructar, le pedían que les dejara cogerme en sus brazos, y me acunaban con mejor voluntad que conocimiento.
Me decía que algunos hombres, muy mal metidos en su papel de hombres, hacían en esta cama lo que no hacían en su casa: fornicar sin pudores y acariciar un bebé.
Y como no tenía cuna para mí, me pasaba el día entero en la cama. Cuando le venía un trabajo, me ponía en una parte y ella ocupaba la otra, y si empezaba a llorar, exageraba los vaivenes amatorios y los aprovechaba para acunarme.
Y siendo ya mayorcita, como siempre compartimos la cama hasta que falleció a sus cuarenta y ocho años de dolores, si venía algún cliente con retraso, mientras le atendía yo me daba la vuelta, me hacía la dormida y esperaba.
O les decía "no hagan tanto ruido que no puedo dormir".
O teníamos una tertulia a tres bandas. Él, atendiendo ambas cosas. Mi madre, diciéndome que no le diera conversación para que terminara antes. Yo, aburrida de tanto meneo y tanto metesaca, y sin otra cosa que hacer ni otro santo que vestir.
A los que no aguantaba era a los borrachos que se ponían a hablar gritando y que decían obscenidades, que nunca las he podido aguantar. Entonces, muy enfadada, le decía con esta voz de ángel que siempre he tenido, con esta voz estancada en los seis años, que terminara de una vez ese apareamiento de mierda y se marchara a su casa.
Mi madre me decía que le iba a espantar el trabajo y yo le contestaba que cerrara antes el local, o que seleccionara la clientela. Entonces, recurría a su insulto habitual: malparida. Me lo decía sin recordar que yo había probado a darle todas las contestaciones que acudían traídas por mi descarada rabia, y que al final siempre acababa echándole en cara que era una mala profesional.
En esas peleas verbales nos enzarzábamos hasta que el borracho, espectador aburrido, recogía sus pantalones del suelo, se los ponía mientras mascullaba pestes, maldecía mi entrometimiento, y se despedía diciéndole a mi madre algo parecido a que cuando se terminara la gresca volvería para terminar.
Entonces nosotras, ya que habíamos despertado cosas del pasado, nos poníamos a hablar de su infancia y de la mía.
En una de esas noches me contó que me bautizó ella misma, y no en pila bautismal sino de fregadero, ya que el cabrón del cura no me había querido bautizar porque yo era hija de una puta y de un pecador y por eso no podía entrar en la iglesia, y me proporcionó este nombre porque una tarde de poco trabajo, el último parroquiano, un forastero hábil narrador, le exageró la historia épica de un conquistador español, de un pueblo cercano, Trujillo, que era quien había recorrido por primera vez el Amazonas, y se llamaba Orellana.
Mi madre, asombrada por lo que escuchaba, pensó que ponerme ese nombre podía ser un buen presagio, y podía predisponerme, por el alma que tiene cada nombre, a ser una persona importante que llegara a ser la primera en recorrer otro Amazonas.
Me quedé para los restos con este nombre hombruno que nunca me rescató del martirio de mi profesión, aunque nunca antes me haya quejado de que lo es, pues estoy segura de que Santa Frígida, que según me dijeron es la Patrona de las putas, no ha tenido menos reclamaciones ni menos pedidos de otra que no sea yo, que cada noche desde que lo supe la recé, y a veces me la imaginaba mártir y virgen, y esto último no me costaba mucho, por lo del nombre, que Dios me perdone, pero si es verdad que es nuestra Patrona, vaya nombre que tenía o que le han puesto, que muchas veces no podía evitar el chiste fácil con el nombrecito. Más le hubiera valido ser Santa Refocila, o Santa Cópula.
No quiero distraerme de contarme las cosas de mi vida.
Sé que es importante para mí que recuerde siempre que una vez, aunque sólo una vez, estuve enamorada. Y aunque no fue largo, sí fue importante.
Hasta que conocí a Ramiro siempre había evitado pensar en los hombres, porque sabía que no me traerían más que disgustos. Los que quisieran mi cuerpo enano tenían que pagarlo, y los que me hablaran de amor era porque querían tenerlo gratis.
Nunca sentí que Ramiro me mirara desde la compasión de su altura, sino que le veía cercano, humano. No pude evitar que mi necesidad de enamorarme se expresara y que él fuera el destinatario de mi amor desatendido.
Durante mucho tiempo mis ojos le hablaban de mi sufrimiento, pero él no lo entendía; durante mucho tiempo estuve estancada en un malvivir que me empujaba a confesarle mi sentimiento, pero también, con una brutal brusquedad, me echaba en cara la peculiaridad de mi tamaño, y me ponía imágenes, que entonces no quería aceptar, en las que íbamos cogidos de la mano, como una pareja de las que se llaman normales, y provocábamos el hazmerreír en la ciudad a la que huyéramos.
Ahora me he acostumbrado a la dignidad de mi cuerpo y a desoír las groserías, pero entonces...
Entonces tenía diecisiete años y una rabia que no descansaba ni por las noches, y como no había en este pueblo ninguna persona de mi forma, me creía desgraciadamente única, y me sentía castigada por el pecar de mi madre, cosa que ella también sentía, y entonces la recriminaba por mi situación, y ella sumaba mi queja a la suya propia y caía en una rueda de reproches, y empezaba a maldecir a su padre porque no la quiso, a su madre porque no la enseñó a vivir, a aquel desgraciado que le prometió amor y le dio abandono, al hambre, que le propuso este oficio, al pueblo de mierda donde habían ido a caer sus padres, que si hubieran sido distintos, otro gallo nos cantara, y no tendríamos que estar aguantando este insulto diario de la vida.
Acababa llorando su desconsuelo con lagrimones de litro sobre la almohada, que quedaba empapada de su estallido y luego no tenía tiempo de secarse para cuando un rato después tuviera que acoger su cabeza mientras un hombre se descargaba sobre mi madre. Para entonces, ya estaría lejana en su aspecto físico de ese llanto desesperado, con la sonrisa de la profesionalidad puesta, pero con el alma huérfana de algunos de los trozos en que se había fracturado.
Repetía incansablemente que su ocupación era como la de los payasos, que tienen que tener la sonrisa puesta aunque la procesión desfile por dentro.
Y tenía razón, que luego yo también lo he podido comprobar, y algunos días en que te gustaría matar al mundo, tienes que plantarte la máscara que dice aquí no pasa nada y acoger las penas de los demás aunque no tengas donde dejar las tuyas.
Que ésa es otra, que en este oficio lo mismo haces de amiga que de confesor, y lo mismo tienes que dejarte profanar por cualquier asqueroso que te toca en mala suerte, que llenar tu hombro de lágrimas de hombre.
Y luego ellos se marchan, se llevan su conciencia tranquilizada, y una se tiene que limpiar el cuerpo y la memoria, que no es bueno vivir salpicada de cualquiera de las mierdas de los demás.
No es fácil. Nunca lo ha sido.
No quería recordar las cosas menos agradables, las malas, y quería dárselas de comer al olvido, para que me respete otras, pero no puedo negarlas, y muchas veces he pensado que igual el purgatorio es llevar la conciencia manchada por lo malo que una hizo, y quizás el castigo es tener un recuerdo intransigente que no colabora en la erradicación de los desatinos y los desaciertos.
Ramiro.
Vuelvo a lo de Ramiro, que se van gastando los folios que serán mi memoria de papel y no me hablo de lo que me tengo que hablar.
Ramiro se quedó de piedra el día que me atreví. No lo sospechaba. Me había hablado de todo, menos de su vocación, o su equivocación, de misionero. Más que quererme, creo que me usó para entrenarse.
Yo me había aprendido de carrerilla una declaración con la que pretendía ayudarle a decirme lo que yo equivocadamente sospechaba que quería decirme, y se la solté sin tomar aire ni para un respiro.
Me quedé mirando su aturdimiento desconcertado, y seguí sorprendida la fuga de sus ojos, que huyeron de los míos, y la fuga de su mente, que trataba de encontrar una explicación con una pizca de entendimiento entre los ingredientes de su composición; desvariaba su entendimiento por las deshilvanadas ideas; se le atropellaban las confusiones, se amontonaban las propuestas de preguntas en su distraída capacidad, y de entre el caos, una voz que parecía que no le pertenecía se atrevió a pedirme perdón porque él no pretendía nada de lo que yo me había imaginado.
Continuó: verás, no sé qué hice mal contigo, pero mi madre, desde pequeño, me ha repetido que su ilusión es que yo sea misionero, primero, y luego, santo, por ese orden, y no me atrevo a llevarle la contraria, y me he hipnotizado con la idea de que eso es lo que quiero, y no hay lugar en mi juicio para otra cosa distinta de ser misionero y ayudar a los indios del Amazonas, Orellana.
Así terminó mi breve historia de amor unilateral.
Después de eso, cuando me recuperé del desorden, tomé la drástica decisión de cercenar de un tajo el sentimiento del amor de enamorada, que el de amar a la gente nunca me lo he querido quitar de encima, y desde entonces, pues como el que no sabe volar y no se preocupa por ello.
Pero tampoco fue buena esa decisión, que bien lo sabe esta cama que ha escuchado tantos llantos, tantas soledades, tantas reclamaciones al dios del abandono y de las noches vacías, que bien me hubiera gustado tener un marido, normal o de mi talla, y tener una hija a quien no enseñarle este oficio, que fuera alta, y que ahora estuviera conmigo enjugándome este otro llanto de darme cuenta de mi desamparo, y que tomara mis manos temblorosas y las acogiera entre las suyas con todo el amor de hija, y me consolara este vacío tan interminable, y me acunara en sus brazos como yo habría hecho con ella desde que naciera.
En cambio, aquí me encuentro, sola, acompañada únicamente por estas paredes más viejas que yo, de la cama silenciosa, de esta silla trucada para poder llegar a la altura de la mesa, el reloj de pared con el que una vez me pagaron, los pocos libros, y el cuadro del santo. Y unos pocos ahorros que me los voy comiendo. Y una vida poco prometedora por delante, y menos amigos que siglos.
No es muy halagüeño el panorama que me pinto, pero es porque hoy me ha dado por pensar de más y estoy seria, pero otros días soy capaz de canturrear con mi voz de niña la canción de los peces negros, o esa otra que me sale tan bien de las margaritas y los enamorados.
Que no se me olvide al final, si me sobra sitio, apuntar las letras de las canciones, que me dijo mi madre que es lo primero que se lleva la confusión de la cabeza.
Ahora tengo que escribir sobre Anunciación Hidalgo, mi única amiga.
Nos conocemos desde que teníamos siete años. Un día vino a buscar a su padre, que estaba trajinando con mi madre, y salí a darle el recado de que iba a tardar un poco y que tenía que esperar. La invité a entrar en la habitación. Me preguntó qué estaban haciendo, y le dije que aún no sabía lo que era.
Le estuve leyendo un cuento que me habían regalado. En realidad, como no sabía leer por aquel entonces, me inventé uno y se lo iba contando. Lo curioso es que yo ni siquiera sabía qué era leer, y cuando yo cogía el cuento sólo para mí, también hacía lo mismo: seguía con los ojos las palabras pero me inventaba cada vez algo distinto.
Cuando su padre se acabó y se la llevaba medio a rastras, me pidió desde la puerta que si podía volver al día siguiente y salí corriendo detrás de ellos para decirle que sí.
¡Qué buena mujer Anunciación Hidalgo!, que Dios se la lleve tarde a su gloria.
Con qué cariño me cuidó las fiebres, con qué dedicación me ponía los paños fríos; con cuánto amor me traía la comida hecha de su casa en los tiempos en que yo ejercía a destajo...
Con cuánta infinita paciencia escuchaba mis lamentos encadenados, y con qué ternura y discreción ocupó el sitio de mi madre para que yo no notara la orfandad.
La reemplazaba hasta en las discusiones nocturnas. Cuando me encontraba enrabietada, salía a la puerta de mi casa, gritaba su nombre y su apellido, y desde donde estuviera venía corriendo, y gritando, como a mí me gustaba, y después de que nos habíamos insultado por todo, nos sentábamos en la cama y me contaba cosas de mi infancia, como hacía mi madre. Así engañaba a mi pena por la muerte de Doña Remedios, que no se quería ir su vacío de mi lado, y era un vacío muy presente, que me recordaba constantemente su desocupación; era un vacío que la añoraba y me preguntaba por ella a todas horas, porque quería volver a ser habitado por la presencia sencilla de aquella mujer.
Mi vida, sin Anunciación, estaría menos llena.
Espero que no se me olvide nunca que la quiero.
Te quiero, Anunciación Hidalgo.
(Lo escribo así, en presente afirmativo, para que cuando lo lea, o cuando alguien me lo tenga que leer, que espero que no se me olvide leer o que no se me vaya la vista antes que la vida, sepa que la quiero)
También deseo poner algo de Ramón Pineda Pineda. Quiero recordarle porque fue un pasajero que paró por necesidad en esta ponzoña de pueblo, y como no hay pensión ni fonda y tenía que descansar en alguna parte su viajado cuerpo, me contrató para toda la noche pero, como me dijo, respetándome, sólo para usar mi cama.
El caso es que ha sido la única persona con la que me acosté vestida, a la que no tuve que regar con zalamerías, ni meterle urgencias.
Se alargó en la cama, en la parte que está junto a la pared, se dio la vuelta, me deseó buenas noches, y esas palabras fueron el principio de la conversación más extensa y más sincera que he tenido nunca. Aquella noche duró más que otras, porque se demoró todo lo posible antes de su amanecer para no cortar el vínculo que mantuvo a nuestros corazones hablando durante todas las horas sin luz.
No me habló de las conversaciones acostumbradas por la clientela: de la esposa, que es fría en la cama; de lo mucho que trabajan para lo poco que cobran; de que debería pagarles yo a ellos porque son unos sementales, o que si había conocido a un hombre de verdad antes de que llegara él...
Ramón se interesó por mí y por mis sentimientos, me habló de lo que pensaba, me recitó poesías que sabía de memoria, y hasta me escribió una especialmente para mí que la tuve guardada hasta que un día entraron a robar y se llevaron mi cajita de latón del dinero y de los recuerdos.
Me decía que mi corazón era más grande que mi cuerpo... y que mi voz la copiaban los ángeles... y que Dios me había hecho distinta para que la gente supiera que era especial... y otras cosas así.
Consiguió que me emocionara, y que aquella noche probara unas lágrimas distintas, unas lágrimas que no dolían sino que calmaban el alma.
Me abrazó con cariño, sin que sus manos buscaran mi sexo ni mis pechos. Me dio los abrazos de padre que me debía la vida. Me depositó con inmenso cuidado un beso en la frente que aún lo tengo grabado.
Y yo dejé que mi temor muriera en sus brazos. Me dejé arrullar por las palabras que mimaban mis oídos, me permití emborracharme de ternura, bajar la guardia, romper el muro que me aísla de los sentimientos. Me permití ser mujer.
Por la mañana le preparé un buen desayuno, le acompañé hasta la puerta, se puso en cuclillas para despedirse mirándome a los ojos, y nos abrazamos; él me rodeó entera, yo apenas pude abarcar sus brazos. Se levantó y me dijo con un silencio todo lo que la limitación del tiempo no había permitido que me dijera.
Y se fue.
Durante unos cuantos días estuve pensando si Dios se habría apiadado de mí y me había enviado un arcángel, o como se llamen los jefes de los ángeles, porque si no era eso, no sé qué sería, porque no se parecía a ningún humano.
Y ese regusto bueno me duró unos pocos años, en los que no eché en falta nada.
Me he acostumbrado a mi presencia solitaria, me dedico a vivir la vida con atención, a cuidar mi relación con las personas, a crecer en humanidad, y a esperar pacientemente este tiempo que ya vislumbro en el que esta edad, distinta de cualquiera de las edades anteriores, me hace ser de otra manera.
He procurado desterrar el desamparo que casi siempre he sentido practicando cada vez con más naturalidad la alegría, las sonrisas, la aceptación...
Y aparte de lo que he escrito hasta ahora, poco más hay que quiera contarme.
En el resumen, mi vida ha sido triste. No ha sido muy generosa conmigo.
Admito que tengo miedo a lo que está por venir.
Pero saldré adelante.
Para vivir, me queda la amistad inquebrantable de Anunciación Hidalgo, y una mentira, no porque no haya sido cierta sino porque ahora no existe, a la que llamo pasado, de la que no quiero renegar, y que aparece muy resumida en estos papeles escritos.
Espero que mi futuro me siga esperando.
Y que Dios me cuide.