LA ÚNICA VEZ QUE ALGUIEN LE HA GANADO UNA PARTIDA AL DESTINO
Siempre pensó que había nacido destinado a fracasar. A veces se sentaba, retrocedía con la mente en el tiempo, y no recordaba ni siquiera una vez en que se hubiera cumplido un proyecto o un deseo suyo.
Todo le nacía muerto, incluso el que iba a ser su primer hijo.
No dio frutos ese matrimonio de intereses, desprovisto de amor, sin la base sólida que dan las ilusiones compartidas, sin el alimento diario de las miradas, las manos acariciadas y el deseo de lo mejor para el otro.
Se había refugiado en la bebida, "¿y quién no?", respondía cuando alguien se lo echaba en cara. Pero, a pesar de que el papel firmado en la iglesia era el frágil lazo que los unía, a pesar de que la más suave brisa o el más leve estornudo podían tirar el castillo de naipes que era su matrimonio, le interesaba mantenerlo.
Así que cuando ella propuso marcharse a pasar unos días en casa de sus padres, no sólo no puso pegas, sino que hasta la animó, y trató de convencerla de que esa breve separación sería un buen refuerzo para su relación. Curiosamente, las palabras que utilizaba no reflejaban su verdadero pensamiento de que unos días sin ella le permitirían descansar de las discusiones diarias. Quizás unos días sin odiar le relajarían.
Necesitaba esos días.
Cuando volvía de acompañarla a la estación paró en una tienda de otro barrio y le salvó la tarde al tendero, que nunca había vendido tantas botellas juntas. Tenía que llenar el inexistente bar que debía ocupar el espacio reservado en el mueble.
Quería hartarse de alcohol urgentemente. “Borracho se piensa mejor" " era la frase que creó en un imposible momento de inspiración.
Se tumbó sin respeto en el sofá, rodeado de botellas destaponadas para ganar tiempo en el servicio. Una sonrisa se formó en su boca a causa del pensamiento que se le había colado en el cerebro: "si me viera Mercedes..."
Durante un tiempo su mundo fue el techo. Sólo veía eso y, a veces, unas botellas que no estaban muy quietas, y un vaso en su mano izquierda que no siempre se ponía debajo del chorro de bebida.
Luego el techo se pintó de negro y cayó el telón de la vida.
Cuando se despertó le costó trabajo asimilar dónde estaba. Poco a poco los contornos se fueron estabilizando y las cosas se le hicieron conocidas: los muebles, la lámpara, las botellas, el cuadro horrible que les regaló algún enemigo el día de la boda, el muy antiguo papel pintado que tapaba las paredes...
Apenas podía levantarse, y cuando lo hizo, como buen borracho, se llevó las manos a las sienes. Le molestaba el cuello y la espalda, por la mala postura, pero de momento era más importante mantener la mente en su sitio para empezar a pensar. Y el resultado del primer esfuerzo fue decidir que tenía que mojarse la cabeza.
Tambaleándose atravesó el pasillo, apoyándose en las paredes, hasta llegar a la última puerta a la izquierda.
Abrió el grifo. Sintió el golpe frío en la nuca y pensó, como siempre pensaba, que le estaba haciendo un agujero, que no caía líquido sino que era una barra de hierro que le clavaban. Pero aguantó.
El momento de retirarse lo indicaba el primer pensamiento coherente, que le hacía ver que ya formaba parte del mundo consciente, de la vida diaria, del fracaso diario, de la mierda diaria.
Cerró el grifo.
Se atrevió a mirarse en el espejo. No formuló ningún reproche ni hubo arrepentimientos. Miró el reloj. Las diez. Miró su barba. Las diez de la noche. Había pasado casi veinticuatro horas durmiendo. Comió desordenadamente un plátano y un trozo de pan duro. No encontró el abrelatas y se limitó aún más la opción: unas alubias frías y las últimas galletas del paquete.
Sin querer llegó a la conclusión de que es mejor una borrachera de bar, que se disfruta más la bebida rodeado de esos desgraciados que se emborrachan también, rodeado de esos valientes que aceptan su fracaso en vez de luchar contra él convirtiéndose en ocupados trabajadores, o en triunfadores incapaces de asumir lo que les estaba destinado a todos. Esos sí que eran unos cobardes.
Entró en el dormitorio. Por primera vez en tantos años se fijó en la inmaculada limpieza de la habitación, en los brillos, en las rayas perfectas de la colcha. Abrió el armario. Escogió entre lo poco que había para escoger; "¿cuántos años hacía que no estrenaba un traje?", se preguntó. Tiró encima de la cama las prendas, y notó que los colores peleaban entre sí.
Recordaba que Mercedes, ¡otra vez Mercedes en el pensamiento!, le había dicho que no conjuntaban bien el traje azul marino con la camisa de cuadros, ni con los calcetines blancos, ni con los zapatos marrones. Pero a pesar de eso, o quizás precisamente por eso, por luchar contra sus consejos, se lo puso.
Sus pies conocían el camino mil veces andado. Pasos firmes y decididos al principio, pisando el suelo en los primeros bares; colgando en los siguientes, cuando el cuerpo ya empezaba a necesitar un taburete alto y una barra para los codos; al final, torcidos y cansados, el camino de regreso lo hacían a destiempo, arrastrados, sujetando como podían el cuerpo tambaleante, conduciendo ellos los pasos. Y a veces, muchas veces, castigados con la salpicadura de algún vómito.
Bebió con cierta moderación. Quería estar lo suficientemente sereno en la borrachera para disfrutarla.
Cuando había alcanzado ese punto exacto en que uno es consciente de todo menos de que no es consciente, en que puede permitirse la sonrisa sin motivo, la expresión grosera casi siempre permitida y justificada, (¡está borracho!), cuando uno canta mal y a gritos, cuando no le importa el día, la hora, el mañana, se encontró a sí mismo observando a una rubia que estaba a su lado.
Parecía haber recibido un golpe de cordura de repente y pudo convencerse de que ella realmente estaba allí. Su mente había atravesado la etapa en que pensó que era irreal, no una pesadilla sino todo lo contrario. Después pensó que pediría tabaco y se marcharía, pero ella se sentó a su lado, le sacaron una copa y empezó a beber morbosamente.
Él la miraba descaradamente y ella, a través del espejo. De esa forma sabía de la mirada profunda y absorta, de los ojos ebrios e incrédulos, del examen que estaba pasando su cuerpo en la lascivia del deseo masculino, y sin mucho esfuerzo adivinaba los pensamientos que recorrían su cerebro y el papel que ella desempeñaba.
Él podía ser, perfectamente, el típico hombre mediocre que en algunos relatos pornográficos, y en muchos sueños calientes, es capaz, por una sóla vez en su vida, de ligarse a la mujer casi de ficción con la que se cruza por casualidad.
Estaba en ese momento abandonado por su conciencia y su vergüenza, y a su lado se encontraba el cuerpo perfecto. "Nunca había hecho el amor con una tía tan buena", pensó, y tuvo que añadir: "ni con otra menos buena... ni con una mala. Solo con Mercedes".
"Mi vida amorosa y conquistadora es una cuenta más en el rosario de mis desgracias". Al terminar el pensamiento le pareció benévolo y lo enmendó con otro más apropiado: "Mi vida amorosa y conquistadora es un eslabón más en la cadena de mis desgracias”.
Pensó que debía intentarlo, que nada perdía por iniciar una conversación; que algunos amigos suyos habían comenzado así sus aventuras de cama. Y él no iba a ser menos. Él quería una historia para contar. Quería un sueño para recordar. Quería un momento intenso e inmenso en su vida.
Y si ella se marchaba después de insultarle y grabarle los dedos en la cara, él cambiaría el final en su imaginación por otro con muchas sonrisas, por unos ojos de mujer conquistada, por una súplica de su virilidad, y con esa mentira sería feliz.
Pero las palabras acudieron a su mente con una facilidad inusual. Se descubrió una faceta de conquistador inexplorada por desconocida; las sonrisas de ella fueron en aumento; su voz, cálida, serena y perfumada, tenía respuestas para sus preguntas y preguntas para sus respuestas.
Fue muy fácil mentirla.
Se describió plagado de triunfos, harto de fiestas sociales, experto en sexo, poeta...
No supo cuándo ni cómo se lo propuso.
- Ya te ha costado –respondió ella.
Su brazo izquierdo tomó posesión de la cintura, breve, su mano averiguó el tacto de las nalgas, duras, y la forma del vientre, liso.
Dijo que era mejor coger un taxi, que no estaba en condiciones de conducir el Porsche inventado y que no podían ir al chalet, "porque están haciendo unas mejoras y está lleno de pinturas y de trastos de obra".
Fueron a la casa de él, que para su salvación se la adjudicó a un amigo "que se la había dejado".
A ella no le importó el reciente desorden, ni la exposición de botellas abiertas por todos los muebles de la sala, ni que él estuviera ya borracho perdido.
Le quitó la chaqueta casi con amor materno. Le soltó los botones de la camisa como a un niño. A medida que el pecho quedaba al descubierto su lengua fue probando los sabores de la piel. Sudaba ginebra por el cuello, whisky por los brazos, champán por la espada. Y en el pene, milagrosamente erecto, degustó el cóctel más insospechado. Su sabor, mezcla de todas las mezclas, emborrachaba.
Nunca hubiera podido sospechar él que una boca pudiera ser tan húmeda, tan insaciable, tan ávida. Nunca imaginó otra con más capacidad, ni una lengua más sabia. Nunca se había deslizado por humedades más mojadas, ni calores más cálidos.
Entraba en ese mundo destinado a los otros, entraba donde le estaba prohibida la entrada, entraba en el placer desconocido, entraba, salía, entraba...
No pudo evitar la descarga.
Luego ella se tumbó junto a él, vestida como estaba. No era momento de discursos, sino de muda batalla. Eran nada más que dos cuerpos. No necesitaban frases de cariño, ni promesas de amor eterno, ni mentiras falsas.
Decidió devolverle el placer recibido. Le salió del fondo el agradecimiento a esa desconocida que le había dado tanto y le había pedido nada.
Fue al encuentro con el grifo, con el golpe frío en la nuca, con la barra de hierro que se clavaba.
Volvió más despierto que nunca y la encontró desnuda hasta el alma. Se sintió conquistador de nuevas tierras, descubridor de mundos ocultos, único conocedor del secreto que guardaban las ropas de ella.
Ninguna vez fue tan hombre.
Llevó la cuenta de los orgasmos que le proporcionaba; ella le gemía de placeres desconocidos, de sensaciones intensas...
- Ya basta, por favor, ya basta...
Después se quedó dormido, saciado de tantas necesidades atrasadas.
Cuando abrió los ojos y no la vio, pasó del más dulce estado a la incertidumbre más mortal. ¿Y si todo había sido un sueño?... ¿y por qué ese sueño, parecido a otros sueños, le había dejado tan bien?... ¿y por qué este despertar le había sentado tan mal?...
Pegó la nariz a la otra mitad de la almohada, bajó rastreando por las sábanas, olfateando cada centímetro, buscando el aroma que recordaba.
Y lo encontró.
El olor de ella saturaba la cama.
Era verdad.
Pero, ¿por qué se había ido?
Se sentó. La cabeza empezaba a darle más pistas. ¡Sí, claro!. Miró a su derecha. La mesilla exhibía otra prueba de su paso por la casa: un vaso largo manchado de pintalabios.
Ella había estado allí, pero le volvía la pregunta: ¿por qué se había ido?
Se levantó. En el suelo descansaba una toalla ligeramente húmeda que también olía a ella.
¿Y si estaba en el baño?
Cuando iba a comprobarlo pasó por delante del espejo de la cómoda y allí estaba, rectangular y blanca, la última constancia de su realidad.
Sonrió. Su boca, desacostumbrada, inexperta en la mueca, creó la más perfecta expresión de alegría interior. Y llegó a pensar que todo su pasado no importaba. Pensó que por fín algo le había salido bien.
Se permitió alargar el momento de dar la vuelta a la tarjeta para seguir disfrutando de esa sensación desconocida que le llenaba; dejó volar la imaginación para adivinar el recado. Quizás le diría cuánto gozó o cuál era su teléfono para que la llamara. Imaginó la cara de sus amigos escuchando y cómo él les contaba: "era... la hice... estaba..."
Le tembló la mano al girarla, como a un enamorado al recibir la primera carta de su amada. De lejos sólo veía la letra hecha con deleite y tranquilidad, exacta, clara.
Después de leerla su sonrisa se fue diluyendo, luego fue hielo, más tarde quedó petrificada.
Quedó confuso, aturdido, humillado.
Sintió miedo, pena, rabia.
Se vio en el espejo: allí había un hombre hundido, desnudo, ridículo, con los brazos colgando y las manos tensas y agarrotadas. Y en el puño una tarjeta que decía con letras ya arrugadas:
“GRACIAS”
Esa desconocida sensación de estar en un escenario recibiendo, por primera vez, un premio, oyendo miles de aplausos, felicitaciones y gritos de ánimo le dejó clavado al suelo durante el resto de la mañana. No le movieron ni el hambre ni el cansancio.
Estuvo viéndose en el espejo, desnudo y feliz, orgulloso del único trofeo conseguido en tantos años de vivir entre desdichas y desasosiegos.
Antes de romperla, no vaya a ser que la vea Mercedes, pensó, dedicó un minuto interminable a grabarla pormenorizada en su memoria de forma que cada curva, cada trazo y el punto de la “i” fueran auténticamente inolvidables e imborrables.
Con la imaginación le puso un marco dorado, el mejor, y la colocó en la primera casilla de los recuerdos para tener siempre a mano ese oasis de felicidad, esa batalla ganada al destino, y poder usarla a partir de mañana, cuando volviera otra vez a la vida diaria, al fracaso diario, a la mierda diaria.
Pero la sonrisa tenue que se le pintó al leer la tarjeta no se le borró en el resto de su vida.