Francisco de Sales - Relatos

SE ME HA PERDIDO LA SONRISA...

Francisco de Sales 

 

Se me ha perdido la sonrisa.

        Me he dado cuenta ahora, que iba a afeitarme y me he fijado en el espejo.

        Una mirada que no ha querido repetir la rutina del reojo fugaz y se ha arriesgado a mirar de frente, ha descubierto en el espejo unos ojos apagados, más arrugas de las que había en el último inventario, y una mueca apenada.

        - ¿Dónde estará mi sonrisa? –me he preguntado sin sorpesa.

        El recuerdo ha buscado en el pasado; con asombro y desconcierto ha comprobado que nadie sabe de ella desde hace meses.

        La vieron durante un instante en una boda. Y parece ser que otra vez para contestar a un niño... y también durante una obra de teatro...

        De todo ello hace tiempo.  Es muy lejano.

En respuesta al amargo descubrimiento, una lágrima se ha asomado al lacrimal, despacio, muy despacio; siendo como es, pena licuada y dolor concentrado, ha emprendido el salto sin retorno.  Quizás quería lamentarse en mi nombre.

        ¿Dónde estará mi sonrisa?

¿Dónde el reír desvergonzado?

¿Dónde la carcajada plena?

¿Dónde la alegría que hablaba a través de mis ojos?

        Se me ha perdido la sonrisa, o se me ha muerto.  ¡Quién sabe si el desamor o la realidad la han matado!

        Sé que hubo un tiempo, amplio, festivalero, en el que una palabra o una mirada eran semilla de la que mi sonrisa crecía.  Hubo un tiempo fecundo, nutritivo, que cuando me despertaba ya la tenía instalada.  Siempre.       

 

Sonrisa,

madre de carcajadas,

precursora de risas francas,

de sonrisas exuberantes,

y de risotadas plenas.

 

        Eso fue antes de que mi vida se cargara de un peso que me ha vencido, cuando los días nacían de mi mirada y las tristezas caían muertas antes de acercarse; cuando el optimismo aprendía de mí, modelo, maestro, escuela, y mi nombre y sonrisa eran lo mismo.

        Aquella sonrisa infantil, perenne, inmaculada, fuente y raíz del contagio a otras sonrisas, desapareció poco a poco, se refugió en el pasado.  Buscó entre desplantes y fríos un sitio, no el suyo, y se escondió para esperar la llegada de mejores venturas.

        Mi sonrisa de risas inocentes, mi sonrisa alegre, reflejo de mi paz interna, mi sonrisa dulce, cálida, feliz, serena... está ahora en la ausencia cumpliendo condena.

        ¿Quién la desterró y en su lugar instauró una boca cerrada?, ¿Dónde está el adorno que engalanaba mi boca?, ¿Quién me estafó con el cambio?

        Lamento la lejanía de la que era mi enseña, y angustiado reclamo su presencia olvidada; pregono lastimero la carencia de su disfrute y ruego al Dios de la Sonrisa su devolución urgente, porque me he acostumbrado muy pronto a estos labios mustios, a mi boca sin sentido y sin esperanza, a su rigidez apenada y a su muerte en vida.

        Pero no me voy a rendir.

        Requiero su presencia inmediata y su estancia continua; reclamo en mi boca, de lado a lado, una sonrisa.  Exijo poder gozar su compañía ansiada. Reclamo el premio merecido de la sonrisa perdida.

- ¿Dónde estará mi sonrisa? –me pregunto de nuevo.

        Un pensamiento ha propuesto que la felicidad puede saberlo...

        - ¿Dónde está mi felicidad?

        Y el recuerdo, otra vez amable emisario, la ha buscado.

        Debajo de pesares, sepultada en el pasado, ahogada por el llanto, marchita, desusada... así está.

        Nunca una felicidad estuvo tan atribulada.  La misma mueca funesta que derrocó a mi sonrisa, le había contagiado el mal de la tristeza.

        Mientras, yo, trágico perpetuo, resentido, indolente,  manco y cojo de diversiones, asisto involuntario e inconsolable al fasto de la infelicidad que se instaló en mí y que asoló futuros y esperanzas, y que sólo me permite atormentarme con el más lastimero de los pesares, y con este imperecedero mohín que me delata entre la gente que disfruta su risa liberada.

        ¿Qué gracia me tiene escondida la vida entre los pliegues desordenados de los días venideros?, ¿Ninguna?, ¿Es eso cierto?

        ¿Qué otras afrentas se esconden tras las esquinas del imparable tiempo?, ¿Qué maquiavélica tortura ocupa el próximo pensamiento del director de los destinos?

        Es mi desconsuelo, y mi temor amplio, quienes se atreven con las preguntas pesimistas, ya que no hay en el porvenir un atisbo de luz, ni un minúsculo beso de la vida, ni una tibia caricia de lo que me rodea, ni una sorpresa agradable escondida en una tarta, ni un mañana con posibilidades de mejorar.

        El desánimo me anima con una pobre mentira y yo me dejo embaucar por la creencia infundada de que lo peor ya ha pasado y no se puede acumular más pesar en un alma tan castigada como la mía.

        Más me gustaría airear un inventario de emociones buenas y repetir recitando las palabras que prometen algo mejor, y utilizar para mi vida los adjetivos mejor cualificados y más optimistas, pero las mentiras siempre se me han dado muy mal y las mejillas siempre se han saturado de un color rojo que me delata cuando digo cosas inciertas.

        Hasta ahora no he tenido más opción que recordar las emociones buenas de vez en cuando en el silencio del pensamiento, para que no se me olviden, y para estar preparado por si un día de sorpresa se produce un hecho inusitado que merezca la resurrección del entusiasmo ya empolvado, y no me quede más remedio que sucumbir al empuje de la alegría.

        Ansío con fe de niño un destronamiento de los tiranos agoreros que me gobiernan, y sueño a escondidas con la instauración de un estado de benevolencia en el que pueda dejar el cargo de propio torturador que me ha ocupado tanto del último tiempo.

        Anhelo sentir el escalofrío de la victoria, sentir el placer de la confianza, sentir el paso de la esperanza a lo largo de la columna vertebral, sentir la tensión relajada de la sonrisa y el despertar de los buenos sentimientos eliminados; anhelo sentir un frío o unos sudores que no nazcan del clima, sino que sean tan íntimos como el latido del corazón; anhelo un destino que no tenga la palabra mal ni sus sinónimos en su archivo; anhelo mi sonrisa, la sonrisa de las fiestas, la sonrisa que despertaba cada día al mundo y cargaba de luz a las estrellas.

        Mientras mis deseos no lleguen convertidos en el caballero cruzado salvador o en el séptimo de caballería de los momentos oportunos, no tengo más remedio que morirme de pensamientos limitados, y no me queda otra opción distinta que la de estar circunspecto y restringido, siempre expectante por si le sobra una sonrisa a alguien, o por si alguien me concede una ilusión aunque sea de segunda mano, o por si alguien de generosidad infinita me presta un poco de fortaleza para llegar hasta el primer amanecer de mi futuro mejor, o por si alguien que ha conocido un pasado como es ahora mi presente me concede la gracia bendita de un ánimo, o me presta un poco de fe que juro devolveré en cuanto tenga una mínima semilla propia que pueda crecer.

        Hasta que alguno de mis deseos débiles sea una realidad fuerte, no encontraré mi sonrisa en la comisura de mis labios, ni en los espejos que me reflejen, ni en las respuestas a los encuentros con las sonrisas de otras personas, ni en las fotos que hacen de testigos de una dudosa realidad pasada, ni en la imaginación de lo porvenir, ni en los milagros, ni en la imposible fuga de mis rigideces serias, ni en ninguna parte donde yo esté.

        Esa imagen seria con la que me contesta el espejo se parece a mí en las oreja, pero ni en la muerte de los ojos ni en la mueca de la boca. 

Antes, antes de la pérdida, a mi sonrisa sumaba el espejo la suya propia y me la devolvía con el eco adicional de su alegría.  Ahora, bastante tiene con ser imparcial y no añadirme unas lágrimas.       

Vaya, cuánta reflexión frente al espejo.

        Y yo sólo quería afeitarme...