Francisco de Sales - Relatos

JACOBO

Francisco de Sales 

 

Jacobo le dijo que se casaría con ella para siempre. 

Ese para siempre,

 

tan preciso,

tan rotundo,

para siempre como la muerte,

para siempre como lo infinito…

 

unas veces fue más largo de lo sospechado y más grande que el universo; otras veces fue más breve que un suspiro; a ratos fue rico en amor y alegrías, amplio en miradas enamoradas, amable, inquietante, feliz, previsivo y sorprendente.

Jacobo dijo que se casaría con Manuela para siempre, creyendo que para siempre no se acaba nunca, creyendo que prometer esa frase era como firmar un pacto con la inmortalidad, y que se le debía respetar su deseo aunque fuera imposible.

Imposible no existe en el vocabulario de los enamorados, que se circunscriben a la palabra amor y sus sinónimos, pero él se creía merecedor de un trato especial.

 

Su amor,

un amor distinto de los demás amores tradicionales,

anodinos,

amor de dos insensatos,

amor desleído,

amor que no se merece el título…

 

era un amor bienaventurado, tocado por la varita mágica, bendecido por San Pedro, un amor en el que había puesto todo el cuidado y toda la luz, y por ello merecía un trato especial.

No sabía, pequeño necio, que el amor raramente dura para siempre, aunque para siempre realmente durara siempre.

No sabía, terco ingenuo, que el amor no puede mantener ese ritmo descabellado de suspiros y desenfrenos, que el amor sale de su crisálida para evolucionar o para morir en las garras de la rutina.

No sabía que el amor estruendoso es finito. Se convierte en cariño si todo va bien, se diluye en compañerismo si consigue mantenerse sólo un poco tibio, se estropea hasta ser desprecio; en el peor de los casos se muere hasta ser olvido o vacío, pero nunca se queda en la nube del principio, colgado en la rama de la idealización, sino que tiene que seguir creciendo hacia arriba o hacia abajo.

Jacobo dijo que se casaría con ella para siempre, pero le faltó tiempo a su para siempre.

Antes de que fuera suficiente, y calmase y colmase las amantes expectativas, antes de que hubiera vivido toda la vida, las vidas, antes de agotar el futuro y poner el final              mansamente,

 

con el amor satisfecho,

y el corazón rebosante,

 

se presentó a destiempo,

 

malvada y podrida,

 

la muerte innecesaria, que se la arrebató a traición,

 

sin opción a negociar,

sin derecho a réplica,

 

y le dejó alelado, absurdamente vivo, en manos del caos, en brazos de la incomprensión, huérfano de esperanzas.

No supo ante qué instancia de los lamentos presentar su queja inaplacable, dónde depositar sus llantos como fianza para recuperarla, a qué Santo de los Desamparos hacerle una ofrenda de velas, de claveles blancos, de sangre propia, o una amenaza jurada de muerte en duelo, o qué demonio estaría interesado en reclutar un rendido a cambio de un alma bastante desalmada, o a cambio de una eternidad en los fuegos perpetuos.

Intentó todos los caminos, hasta los imposibles, todos menos el de la rendición, ya que no estaba dispuesto a dejar que le arrebataran a Manuela sin batallar duramente, porque su ausencia no compensaba como su presencia.

 

Rogó con súplicas enllantadas.

Pidió con mansa humildad.

Reclamó el compromiso de una prórroga.

Propuso en trueque su vida a cambio de la de ella.

 

Nadie le dio respuesta.

 

Tuvo que acudir al entierro, el alma y el corazón de luto, a despedirla sin ganas y sin aceptación.

El ruido de la primera palada de tierra que cayó sobre la caja le retumbó, amplificado, como un eco doliente, por todos sus adentros, y en la conciencia de sentir, y en la tristeza de no poder hacer algo que remediara lo irremediable.

Los pésames, más que consolarle, le pesaron.

Las sonrisas insinuadas de ánimo no le contagiaron su buena fe.

Todas las palabras bienintencionadas que le dijeron las guardó directamente en el olvido.

Jacobo vivó muerto desde aquel día.