AMADA MÍA
Querida Ana:
He tardado mucho en comenzar esta enésima carta porque no quería convertirla en una queja de desamor y otro lamento escrito, como he hecho en las anteriores. Quería que esta fuera una carta de ensalzarte, aunque ya no estés en este mundo, y una carta de recordar muchos de los buenos momentos que compartimos, y no el reproche escrito que se vuelve a parir a sí mismo en una repetición interminable, y con este ánimo comienzo.
Te echo en falta.
Te echo en falta... Lo releo después de haberlo escrito y me suena pobre. Me suena como una de esas frases hechas que se dicen por compromiso.
No lo voy a borrar, porque es verdad, pero no se acerca al sentimiento que se produce en mi alma de echarte en falta y en mi vacío de echarte en falta.
Me faltas.
Pero digo me faltas como si fueras una parte de mí que ya no tengo; como si me faltara uno de mis brazos o uno de mis ojos.
Pienso en que me faltas y la nostalgia me deja inmóvil en mis ganas de recuperarme y en mi voluntad de seguir adelante, y ya no puedo mantener el espíritu que me empujó a ponerme en contacto contigo en esta extraña forma de decirme cosas a mí pareciendo que te las estoy diciendo a ti.
O sea que volveré a quejarme otra vez al responsable de llevarte donde quiera que ahora estés.
Ya no sé qué más añadir a esta retahíla constante de mis quejas descorazonadas. Ya no sé dónde buscar sinónimos que hagan nuevo a lo mismo de siempre. Ya no sé dónde renovar este vocabulario repetitivo, desesperado y desesperante, en el que vuelvo una y otra vez a los lamentos, las quejas, las reclamaciones, los insultos velados y las culpabilizaciones, a no aceptar como mía esta desesperación mía y a estar buscando siempre una palabra que se haga cargo de la responsabilidad de la carga que le adjudico, y a querer desprenderme del desasosiego con el parto de una palabra hecha de pobres letras unidas para este evento.
Ya no sé dónde desterrarte, dónde enterrar tu recuerdo, dónde curar mi lastimera queja, el casi infinito lamento; ya no sé dónde ni cómo morir a tu recuerdo, cómo negar el pasado, cómo olvidar tus besos...
Ya no sé cuál es el ingrediente que sobra o que falta, ni cómo se deshacen las remembranzas en el vientre del olvido, ni sé vivir ni sucumbir en la ausencia de tu vida, en la orfandad de tus caricias, en la carencia de tu compañía y de tu cuerpo...
Ya no sé nada que no sea una queja premeditada o un bramido rompecielos; ya no sé deshacerme de la evocación continuada de tu andadura por mi lado y del vacío de tu hueco; ya no sé cómo borrar tu pasar que se ha convertido en pasado, ni sé escuchar tu silencio, ni sé otra cosa más que traer al mundo protestas y descontentos, reclamaciones a dos gritos, llantos que vierto en palabras distintas, rabias que trasmuto en letras, quejidos preñados de gimoteos...
Ya no sé por qué suspiro en vez de respirar, por qué los ojos se me caen hasta el fondo, y el futuro se me cae hasta el suelo, y la felicidad se me cae hasta el infierno...
Ya no sé nada.
No sé pensar en positivo ni en futuro.
No sé crear planes bondadosos, ni esperanzas contentas, ni posibilidades brillantes, ni mejoras en mi vida.
Sé que debería reunir en conciliábulo imposible a los demonios de mi destierro e informarles de mi dimisión de sus dominios y sus tenebros, y sé que debería rociarlos de risas, de flores blancas, de buenos deseos... debería besarles en su desconcierto, batirles en un duelo en el que perfume su fetidez y mate su aliento, en el que clave una luz en sus frentes negras y les pinte un cielo azul en los ojos huecos...
Sé que debería dejar de decir tonterías y empezar a pensar en mí, masculino singular, y a tomar decisiones como tomo el aire a cada momento, y a realizar un maravilloso proyecto en el que reine todo lo bueno, lo mejor, lo óptimo, lo excelso, en el que no quepan fronteras ni censuras y la palabra imposible no encuentre oídos en los que entrar, ni cómplices, ni bienvenidas.
Sé que tengo que abrir el corazón para que entre todo lo bueno, y tengo que permitir a Dios que me llene de venturas, de parabienes, de felicidad, de porvenir, de ánimos, y de premios.
Y en cambio, en mal cambio, sólo me desenvuelvo en el lado desdichado de los adjetivos pesarosos y de los pensamientos desesperados, y en lo trágico y la tragedia.
No comprendo por qué te has tenido que morir, o porqué alguien ha decidido que mueras, que me es igual lo metafísico y sólo me importa lo que me duele.
No me cabe en la comprensión que antes estuvieras y que ahora no estés, y aún no soy capaz de encontrar un sitio para mí, solo, sin ti, pues me encuentro en un abandono desamparado que no encuentra en parte alguna la puerta del futuro, ni encuentra el siguiente paso, ni encuentra el aire de respirar, ni encuentra el alma que ha debido morir contigo.
Sólo encuentro una queja continua que se expresa en forma de vacío, o como una desesperación, o como un peso de mil mundos que me roba la vida.
Y todo lo bueno que hubo, que hubo mucho, pertenece ahora al semidiós del olvido, que se lleva los recuerdos creyendo que hace un favor para que no se sufra, pero lo único que consigue es crear un hueco profundo, aunque poco a poco se va llenando como buena o malamente puede, de una idealización, aún más desesperante y más añorada que la pura realidad, aún más doliente, y más mortal.
Cómo me gustaría que estuvieras ahora, aquí, conmigo...
Cómo me gustaría descansar en el valle de tu vientre, perderme en la frondosidad de tu pelo, en tu boca, estar reposado en tu pecho, adormecido en tus brazos...
Cómo añoro tu calor...
Cuánto tu sonrisa...
No sé si sabes que le ruego a Dios que me lleve contigo.
No sé qué sería estar ahora, donde estés, contigo, pero sí sé qué es estar aquí sin ti.
Es una carencia lenta y perpetua que dura más que toda una vida; son todos los años que están esperando venir, y son muchos meses, muchísimos; y son días, larguísimos, más que de sol a sol porque son también desde el anochecer hasta el siguiente; y son horas, minutos, segundos, millones de segundos que no saben hablar de otra cosa más que de ti, y cada uno de ellos repite en voz alta, en grito que penetra por los tímpanos, que no estás, que no volverás a estar, que nunca, jamás, en ningún tiempo y de ningún modo, estarás conmigo.
Y eso equivale a no poder sonreír para ti con mi sonrisa de decirte cuánto te amo, y es igual a no volver a repetir tu nombre porque no estás para escucharlo, y tu nombre preso en mi boca quema, me urge a gritarlo, me quiere embaucar y consolar diciéndome que si lo chillo con la potencia hoy aletargada de toda mi voz podré atravesar la lejanía de la distancia que nos separa y llegará a ti, que quizás vuelvas aunque para ello tengas que vencer a la muerte, imitar a Lázaro creando un milagro para mí y para ti, o tengas que romper las leyes que durante tanto tiempo han regido tiránicamente los finales de las vidas, o quizás llegue a los oídos compasivos del arrepentimiento de quien te llevó, y te devuelva a este que te necesita porque te ama.
Cómo me gustaría poder realizar la magia blanca de tu regreso...
Cuánto me gustaría poder estar con quien sea el responsable, para que mi corazón le hablara de ti y de estar sin ti... Me sentaría con él, o con Él, le miraría a sus ojos con los míos de abandonado, y no tendría que decirle las palabras que no aciertan, sino que me pondría la mano ante la boca para abortar el grito, y apretaría los párpados lo suficiente para contener las ansiadas ganas de desbordarse el llanto, pero sin llegar a cerrarlos para que pudiera ver la mirada suplicadora, y no creo que ningún insensible pudiera soportar la acusación silenciosa, y el ruego silencioso, y el dolor silencioso, y el silencio tan silencioso.
Porque si no es así, ¿qué decir que no esté ya dicho?
No queda idea sin explorar, ni estamento divino a quien no haya recurrido en la insonoridad de mi pensamiento, ni demonio a quien no haya intentado cambiarle mi alma y mi vida por tenerte conmigo aunque sea una pequeña limosna de tiempo, ni influencia o iglesia o santo al que no le haya hecho partícipe de mi aflicción.
No puedo recurrir nada más que a la aceptación de la realidad, mi más desamada posibilidad de este momento.
Pero siento tan enemiga la negociación de su oferta que prefiero la locura en un mundo inventado en el que tú sigas estando aunque no estés, o en un mundo en el que yo esté pero como si no estuviera.
Cualquier cosa antes que consentirme sin ti.
¿Quién sabe? Quizás no vuelva a escribirte nunca, y así te quedes con el recuerdo de mi amor y con aquellos buenos momentos que yo ahora no soy capaz de usar para conformarme, y no los acepto como razón que podría justificar lo injustificable.
Quizás otro día, que actualmente está muy lejano, sea capaz de entonar un canto de esperanza acompañado por el coro de mis ángeles de la guarda, o una aria conmovedora que ensalce tu pasar y mi comprensión, o un dueto en el que tú rellenes la parte que te corresponde con la sonrisa de tu descanso por encontrarme, por fin, bien.
Mientras, reza por mí, amada.