EL ARBOL QUE QUERIA CONOCER PARIS
Lo supo desde que su alma tuvo conciencia de que algún día sería un árbol: sería un árbol viajero.
Lo siguió pensando cuando no era más que una semilla que terminaba de gestarse en una de las ramas de su padre, el gran árbol, y observaba la inmovilidad de los otros. Él sería distinto, por supuesto.
Había oído comentar a una pareja que un domingo comieron cerca, de cosas como viajar, aventura, conocer, disfrutar... Ella le pidió que le llevara a París, y él le prometió que irían.
Así nació su deseo de conocer París.
Un día se sintió maduro para iniciar su vida y se dejó caer. Mientras bajaba hasta el suelo fue pensando en que ese era su primer viaje. La llegada al suelo fue amablemente amortiguada por la hierba blanda.
Sabía, por la experiencia genética transmitida por todas las semillas que en los siglos anteriores habían pasado por el proceso, que ahora tenía que salir como fuera del caparazón duro en el que se encontraba. Sabía que no sería árbol hasta que consiguiera escapar.
También sabía que por su parte el esfuerzo debía ser titánico pero de resultados mínimos, y que el resto del trabajo lo tendrían que hacer entre la lluvia y el tiempo.
Esperó mucho tiempo hasta que la coraza se fue abriendo. El ánimo en la espera le vino de su fe resistente, que le consolaba con la promesa de espléndidos desplazamientos y con la tentación de otros países y otros paisajes.
Entonces nadie le había hablado de las raíces y sus ataduras.
Eso lo supo el primer día que pasó en el bosque, recién salido de la semilla. Sintió asustado cómo no podía desplazarse a su antojo, sino que una raíz que le nacía y le hundía en el suelo tenía más fuerza que su deseo.
Lloró dos minúsculas gotas que ni siquiera le sirvieron de riego. Su desesperación crecía a medida que el sol corría hacia detrás del horizonte, mientras él pugnaba con su naturaleza por poder seguirle.
Así fue naciendo su primera noche en el bosque; asustado por la falta de luz, atemorizado tanto por el silencio como por los ruidos, impresionado por el tamaño interminable de los otros árboles vistos desde el suelo... y sin poder huir.
No sabía qué era el miedo, pero sabía que tenía miedo.
Ningún árbol le reconfortó. Si acaso, lo que hicieron fue amedrentarle con el ruido del roce de sus ramas y la sinfonía enloquecida de sus hojas frotándose por el viento.
Ese viento que se presentó, le mostró un conflicto: él quiere ser desplazado como inicio de su vida viajera, y él quiere aferrarse al suelo para no ser arrastrado. No comprende que él quiera liberarse y al mismo tiempo otro él quiera echar raíces, o sea, instalarse.
Su pensamiento inexperto asiste confundido a la contrariedad y no sabe cómo resolverla. Tiene que pensar con más rapidez que sus raíces, que no paran de buscar el camino más blando de entrar a la tierra.
Nervioso, indeciso, frágil, asustado... y tan mínimo y tan desconcertado.
Si no tira con fuerza hacia adelante urgentemente, si no convierte a las raíces en piernas como han hecho los humanos, si no convierte sus apuntes de ramas en alas como han hecho los pájaros, acabará siendo otro árbol inmóvil en contra de lo deseado.
El tiempo, en su apresuramiento, añade más angustia, mientras el futuro se va decidiendo a cada milésima de tiempo.
La parte de él que sí quiere, tira con esfuerzo de las raíces tratando de crear pasos... la parte más sensata se conforma con crecer en ese sitio, y lo reclama con un poco más de fuerza.
Le duele, más que el agotamiento, el fracaso.
No puede más. Está cansado y tiene hambre, y ahí pierde la batalla, pues las raíces entran ya sin su resistencia en la tierra a la búsqueda de alimento.
SEGUNDO DÍA
Al despertar de su primera noche en el bosque le parece que ha tenido una pesadilla. Respira aliviado durante el instante exacto que tarda en darse cuenta de que no es una pesadilla, sino la realidad.
Se le atropellan las ideas en la mente. No se ha rendido o no ha aceptado. El deseo de viajar, tanto tiempo alimentado, le esconde lo que sí es cierto, y reinicia la lucha de la víspera para poder caminar.
Empeño infructuoso.
Sus raíces, aprovechando la tregua de la noche, se han hundido en la profundidad oscura del terreno, condenándole sin remedio a quedarse el resto de su vida en ese espacio mínimo que le han reservado entre descomunales árboles. Y se siente muerto en vida; han bastado unas horas para que todos sus sueños queden anclados y la resignación gane la primera de las batallas.
No sabe en quién depositar sus reclamaciones; no sabe dónde está el muro de los lamentos, dónde la madre que acoge árboles perdidos, dónde está el futuro que había pensado y dónde la esperanza, que se ha transmutado en desesperanza.
Su amanecer tan desconcertado no le deja ver otra cosa que no sea el caos laberíntico en el que se ha perdido el ramillete de ilusiones que fue componiendo en sus soliloquios, cuando aún estaba en la rama vientre de su padre. Su porvenir no llega más allá del segundo exacto en que se encaramó a este desconsuelo, y es un segundo que se repite en su inmovilidad de roca, como si hubieran robado todos los segundos que pertenecían al futuro y no hubiera quedado más que el del doloroso despuntar del día de los sueños robados.
La confusión no le deja escapar de la confusión y se reboza en sus propias vueltas sobre sus propios pensamientos. Las soluciones, por supuesto, han huido a la vista de la desorientación, y las preguntas se sienten ofuscadas en un mar agitado únicamente por preguntas que no llegan a ser fecundadas por ninguna respuesta.
El desorden es su todo.
Y es el tiempo, que transcurre indiferente, el único que se atreve a convertir, poco a poco, la queja dispersa en queja calmada, y quien hace el milagro insuperable de aquietar la zozobra de su alma y calmar el maremoto en sus sentimientos.
Pasado un espacio que no se mide en los relojes sino en la ausencia del tiempo, empieza a asentarse una colonia de consciencia, la calma se presenta para ver si ahora es bien recibida y la derrota rechazada empieza a ser aceptada aunque siga siendo derrota.
Ve pasar ante sus ojos de árbol el funeral de sus sueños, que acaban siendo enterrados en un lugar a la vista, en un lugar que dentro de poco podrá tocar con sus raíces que se esparcen ilimitadamente tomando posesión de la tierra de todos, creando una intrincada red de búsqueda de seguridad en la renuncia a los desplazamientos.
Su espíritu libre también echa raíces, se rinde sin más lucha y funda una ciudad que poco a poco se irá llenando de ramas paridoras que cada primavera se pintarán de verde y cada otoño derramarán su traje por el suelo rindiéndolo al viento.
Entre congojas presta su mirada al entorno para conocer su sempiterno paisaje que sólo cambiará de colores, y admite que nunca tendrá otras montañas más cerca, ni vendrá un río a visitarle, ni podrá conocer París.
TERCERO Y SIGUIENTES DÍAS
Al despertar abre los ojos con miedo y con tristeza, y se encuentra con el mismo paisaje y la misma atadura. La pesadilla no está en el sueño, sino en la realidad.
Así que no le queda más remedio que empezar a capitular sus tropas, rendir sus armas al destino, que le vence, y buscar un poco de redención en la rendición de sus sueños que se mueren de frustración sin comprender qué ha pasado, para qué sirven, cuándo tendrán posibilidades, y cuál es su sentido: el sentido de los sueños.
A partir de ahí, siguió creciendo, sin prestar atención, sin ganas, viviendo porque la savia le vivía y él no sabía morir.
Muchos días vinieron a nacer ante él y más tarde recogieron sus encantos sin haber logrado ilusionarle; muchos días terminaron con el sentimiento de fracaso aún a pesar de haber conseguido encandilar a los ojos de los que le miran, pero sin alcanzar a despertar una ilusión en el árbol que quería conocer París.
Muchas noches trataron de calmar su congoja, de acunar sus hipidos, de acariciar su alma tan enojada, de consolar el llanto interminable, la apatía confusa, la desgana prolongada, pero sólo consiguieron desmoronarle más y hacer más oscuro el porvenir que él había decidido tiznar de oscuro.
Hubieron de desfilar varias estaciones a su alrededor, y hubo de crecer varios metros hasta que un día cualquiera, un día luminoso que desde la mañana le había estado aportando su calidez, oyó una voz que mucho tiempo antes había pedido que le llevaran a París. Y esa voz le sacó de su letargo sentimental.
Se le alborozaron las ramas, las hojas se sintieron sorprendidas por este temblor emocionado tan distinto del balanceo del viento, y sonrieron ante la agitación tan distinta. Todas ellas se callaron para oír los latidos del árbol y sintieron que la savia era ahora más cálida y tenía el ingrediente nuevo de la ilusión y las ganas.
- En este mismo bosque fue donde te pedí que me llevaras a París -y el tono de esa voz le produjo otra convulsión placentera.
- Y cumplí mi palabra -dijo otra voz.
- ¿Te acuerdas?... las avenidas, la torre, el río, las luces, la noche... ¿te acuerdas?
- Siempre.
- Prométeme que me llevarás otra vez a París.
- Te lo prometo.
Ella se refugió entre los brazos de él, cerró los ojos, su sonrisa se expresó sin límites, se notaba el amor rodeándoles como un aura que les protegiera preservándoles de las cosas malas de la vida.
El árbol quiso ordenar sus sentimientos pero se atropellaban unos a otros buscando la exclusividad del protagonismo y queriendo expresar precipitadamente sus represiones aletargadas.
Oleadas múltiples y heterogéneas recorrían el mar de sus confusiones y cuando ya quería por fin rendirse sin que ello le produjera frustración sino reconocimiento de la necesidad de esa paz para poder seguir viviendo, una llamada del aventurero que un día murió le reclamaba el cumplimiento de la ambición de salir del bosque en un imposible deseo, y un desconocido filósofo que le habitaba, juicioso y viejo, trataba de calmarle diciendo que no podía ser, y la lucha era tan cruenta como silenciosa, pues no se oían palabras ni gritos ni quejas ni lamentos, sino que un terremoto silencioso recorría su cuerpo planteando propuestas o sueños, y ese agitador, perturbador y revolucionario, enfrentaba a la calma que ya sólo quería instalarse definitivamente con lo que quedaba de aquella semilla joven que un día se propuso que viajaría.
Otra vez venció el tiempo.
Las disquisiciones se fueron consumiendo engullidas por su propia verborrea. Las guerras se fueron diluyendo entre palabras interminables que se reparían a sí mismas. La paz encontró su lugar y su reconocimiento. Sus ramas y raíces, ya sin censura, siguieron creciendo con la aceptación de su sitio definitivo. El sueño de conocer París ingresó por voluntad propia en el manicomio de los sueños locos.
El árbol sólo pidió al destino que trajera otra vez a la pareja e hiciera que contaran en voz alta cómo es París.