Francisco de Sales - Relatos

A MI EDAD

Francisco de Sales 

 

          La última vez que le vi tenía treinta años.

        Lo recuerdo porque estuvimos juntos celebrando que los cumplía. Una pequeña fiesta en una habitación de hotel. Un escándalo discreto, para no molestar mucho, donde corrió mucho champán por mi escote y su entrepierna.

        Así éramos entonces: obsesos por lo único, como yo definía nuestra relación. Obsexos, con equis, decía él.

        Desde aquella ocasión ha transcurrido mucho tiempo. Exactamente, otros treinta años.

        Y cuando nos encontramos de nuevo, éramos irreconocibles.

        Él tiene el mismo pelo largo lacio, ahora encanecido. Le ha florecido una tripa impensable cuando le conocí, que era un esqueleto envuelto por una piel, sin grasas ni músculos.

Por lo demás, está igual: tiene la misma mente revolucionaria y revolucionada, sigue anclado en esa forma de vestir de sus años mozos, la misma sonrisa evasiva, esa mirada tosca que lo mismo te puede sobresaltar que seducir, y el mismo baile de ideas que se suceden o se superponen o se oponen las unas a las otras.

Yo he envejecido dignamente, sin resistirme a ello, y no trato de esconder mis años y mis arrugas bajo capas de potingues. Mis kilos propios no se pueden esconder, si bien es cierto que me envuelvo en telas ligeras y escojo esos colores que dan la sensación de aminorar el volumen.

Mi cabeza, afortunadamente, ha evolucionado, y aquel momento de mi vida en el que el sexo dominaba al seso, ha desaparecido dejándome en un momento plácido, una especie de retiro espiritual continuo donde no permito que los hombres entren a interrumpirlo, ya que me he convencido de que el placer efímero de un revolcón no compensa el conflicto que vendría después.

Me he proclamado virgen a mi edad.

Bueno, así lo he estado durante muchos años, hasta la segunda irrupción avasalladora de él en mi vida, ya que ha puesto todo patas arriba, y ha conseguido destruir, en dos días de convivencia, todos mis cimientos sólidos, ha violado mis recatos, ha desordenado mis principios y ha alterado mi calma de mujer en calma.

Cuando llegó a mi casa -aún no sé si arrepentirme de haberle invitado- dejó su bolsa de viaje sobre la mesa, puso música escandalosa, me cogió en volandas, a pesar de que doblo su peso, y repitió aquel paso loco de ballet  que hicimos en tantas ocasiones: sus brazos afianzados en mi cintura y yo flotando a medio metro del suelo como aquella mariposa que alguna vez fui.

Consiguió que me riera de modo desenfadado y sin remordimientos, como tantas veces lo había conseguido, y que me pareciera normal que cuando me dejó en el suelo pusiera sus labios sobre los míos, con naturalidad y delicadeza, poco antes de dejarse caer en el sofá imitando a un muerto. Así estuvo los cuatro segundos que aguantó, justo hasta que la ocurrencia de una nueva locura apretó el resorte que le ponía en marcha de nuevo.

Te he echado en falta, dijo, o algo parecido. Después añadió que llevaba un mes pensando mí y soñando conmigo, y que tuvo que recurrir a su agenda de teléfonos y marcar todos los números, uno por uno, hasta llegar a la “m” de Margarita, una de nuestras amigas comunes, quien le indicó dónde podía encontrarme. Y que en el mismo instante en que lo supo fue cuando me llamó y me rogó que le invitara a mi casa, que quería verme, me dijo por teléfono, y que quería reverdecer laureles, eso dijo, y que todavía se le ponía dura si pensaba en mí, dijo también.

Y yo, en vez de temerme lo peor, que es lo lógico teniendo en cuenta cómo es él, confié en que fuera una exageración, una broma.

- A su edad…

Con puntos suspensivos, así lo dije. Y en voz alta, para escucharme mejor.

Pero dos palabras suyas fueron suficientes para desterrar la prudencia, y otras dos, muy halagadoras, fueron suficientes para desmontar las barreras tan rígidamente construidas.

Aquella alegría y naturalidad con que me tocaba, y cómo me tocaba, como si el tiempo no hubiera pasado y siguiéramos siendo aquellos alocados, me dejaron indefensa.

Quizás yo tenía oculto en algún lugar secreto el deseo de ser atractiva y deseable para alguien, y quizás alguno de mis pensamientos había fantaseado, de espaldas a mi prudencia, con volver a tener una relación de amor y sexo después de diecisiete años de absurda abstinencia.

O quizás es que mi cordura tuvo la amabilidad de dejarme a solas con él y con mi instinto, y me permitió volver a usar aquellas risas abandonadas, y volver a sentir el cosquilleo indefinible del deseo, y volver a pintarme, como hice para él, y me permitió olvidarme de mí, escarparme de mi vigilancia, burlarme de mi recato, mandar a la mierda mis temores, tan vanagloriados, y volver a meterme en la piel de aquella insensata que no era capaz de ver más allá de sus satisfacciones. Afortunadamente.

El caso es que hablamos con la misma confianza de siempre. Sus frases, invariablemente, estaban llenas de insinuaciones con diferentes grados de obscenidad, y bebimos un vaso de ginebra, y otro, y otro, y otros.

Y cuando la bebida nos gobernaba, y sólo éramos rendidos esclavos de sus irracionalidades desvergonzadas, nos acariciamos con una mezcla de ternura y avidez, nos besamos con otros besos menos prudentes, cerramos los ojos de la realidad, volamos treinta años hacia atrás, y mi casa se convirtió en cualquiera de los muchos lugares en que nos habíamos amado.

Podría decir que no me di cuenta cuando me quitó la ropa, y posiblemente sería verdad. También podría decir que me opuse, aunque fuera sólo un poco, pero no estoy segura de que fuera verdad.

Sé que me dejé empapar por los sudores, que dejé que me tocara por todos los sitios, que yo hice lo mismo, y que volví a viajar por los caminos carnales que sólo recorría en los sueños, y que tuve un instante de lucidez en el que me di cuenta de que los límites los pone la cabeza, y que el cuerpo no tiene edad ni vergüenza, y que una es mujer hasta que muere su deseo de ser mujer.

Me desperté justo cuando estaba empezando a amanecer. La poca luz me ayudó a verle un poco mejor. Estaba dormido, boca abajo, mostrando el culo esquelético. Parecía que todos sus huesos pujaban por escaparse de la piel.

Aquel respirar tan lento, tan confiado, me sorprendió. Intenté imitar su ritmo, pero me resultaba imposible: me quedaba sin aire.

Le tapé con cuidado, para no despertarle. Me quedé un rato más a su lado, almacenando todos los detalles en la memoria, hasta que sentí el deseo irrefrenable de salir al campo; me alejé hasta donde no supiera volver el eco y lancé un grito en el que desgrané todas mis quejas de tanto tiempo, en el que resumí las carencias y tantas noches vacías, en el que puse el dolor del alma con la intención de que el cielo se lo quedara.

Me quedé con los brazos en cruz, las piernas clavadas a la tierra, los ojos abiertos, para que escapasen mejor las lágrimas, las emociones tiritando y el corazón revuelto.

Me quedé en esa postura y de ese modo, esperando a alguien que tenía que venir del cielo para pedirme perdón, o para prometerme algo distinto, pero no llegó. Llegó el frío de la mañana, que atravesó mi camisón sin dificultad y encontró los caminos por donde invadirme, y llegó la cordura, que cerró el abrigo que me había echado por encima y me encaminó de regreso a la casa, a la que llegué aterida de frío y necesitada de un café que me resucitara.

Puse la cafetera. Mientras se iba haciendo, me acerqué de nuevo a la habitación. Dominaba un desorden de ropa enloquecida que no era habitual. Había cambiado su postura y ahora era un ángel viejito con su melena de cabellos descompaginados. Me senté en el suelo, a su lado, a unos centímetros de su cara. Su aliento me hizo recordar los vahos de eucalipto que me preparaba mi madre.

- Café.

Lo dije cerca de su oído, para ver si esa palabra mágica le rescataba del sueño, pero no hizo efecto.

Tosió levemente una tos de bebé.

Ese bebé dormido no era el hombre que poco antes me había descompuesto en un rosario de suspiros y me había desmadejado haciéndome revivir el pasado.

Ese bebé que sustituía al alocado me hipnotizó hasta que el aroma del café naciendo me hizo levantarme.

Volví con la taza en la mano.

Acerqué el sillón hasta su lado y dediqué el resto del tiempo a una contemplación salpicada de recuerdos. Se presentaron algunos que en ese mismo instante se recuperaban de la parte repudiada del pasado.

El denominador común es que todos evocaban momentos mejores de mi vida,y tras cada uno de ellos quedaba el dolor inaceptado de que no poder volver a repetirlos.

Allí estaba ese bendito removiendo el mar en calma de mi vida, trayéndome una energía diligente en sus arrebatos, poniendo al día mis olvidos, desmadejando la paz trenzada a base de cuidados.

Dentro de poco se despertaría y seguramente me propondría remojar morcillas fritas en el café para desayunar, como aquella vez en Aranjuez, o quizás ahora sus despertares fueran más templados y necesitara el café para terminar de resucitar, como me pasa a mí.

Su aparición era una incógnita y lo que estaba por venir tanto podía ser otra de mis siete vidas como un sueño agradable de final insospechado.

El rey de mis temores me convenció de la segunda propuesta y fue marcando sus posesiones dentro de mí: volvió a retomar el gobierno en mi pensamiento y tiñó una vez más de luto mi futuro. Busqué urgentemente una excusa para echarle en cuanto se despertara, sin respetar la educación, y así lo hice.

 Seis días después recibí una carta.

Al abrir el sobre se escapó un aroma penetrante de esperanza y miedo.

Su caligrafía no había cambiado.

Al leer sus palabras encontré, casi al final de una retahíla de explicaciones y preguntas, un te amo escrito con letras nerviosas; más adelante había otro te amo con trazo más firme; luego aparecieron varias veces más, y la letra “o” tenía forma de corazón.

Tenemos que vernos, para que tú me hables de tus miedos y yo te hable de mi amor.

En la posdata me amenazaba cariñosamente con llamarme por teléfono cada minuto si no le contestaba a la carta, y con hacer una huelga de hambre de justicia en la puerta de mi casa.

Estaba tan divinamente trastornado como siempre.

Parecía inmune al paso del tiempo y a sus efectos de sensatez.

Pero en esos seis días yo había tenido tiempo de probar todas las combinaciones posibles de lo que podría pasar si yo...

Siempre acababa volviendo al redil de la cordura. Sólo una de las propuestas estuvo a punto de sobrevivir medio minuto en el pensamiento: la de contagiarme de su espíritu libre y ponerme el mundo por montera. Pero acabó encerrada en la cárcel de los insurrectos, como las demás.

Le escribí una carta muy larga.

Era una especie de autobiografía en tres capítulos. El de antes de conocerle, cuando mi vida ordenada disfrutaba un equilibrio muy organizado y todo estaba en su sitio. El de la época que viví con él, en que otra yo distinta se dejó llevar por los deseos sin pretender gobernarlos ni cuestionarlos ni adecentarlos ni etiquetarlos ni matarlos, y ese era el capítulo más feliz y más extenso. Y por fin, el de las reflexiones, el de la sumisión a las excusas, el de la búsqueda de la paz mortecina por encima de todo, el de la renuncia y las añoranzas, el de la viejecita que se había rendido a todo y sólo esperaba, sin prisa, el final anunciado.

Escribir aquella carta de cuarenta y dos folios, por las dos caras, fue una terapia que me revolucionó.

Fueron días de pasar revista a los entresijos de mi vida, días de escuchar dentro de mí, como si fueran míos, descubrimientos asombrosos que se resumían en frases que podrían ser frases célebres.

Días de experimentar del llanto indeciso al diluvio acompañado por los truenos de mis lamentaciones, del temblor frío que me recorría las venas hasta el roce de sus manos hurgándome sin recato, desde el estado fúnebre de mi capitulación hasta la rebelión de la guerrera dispuesta a reconquistar el gobierno de mi vida.

Aquellos días fueron una inyección de vida para mi vida. Me hicieron darme cuenta, sobre todo, de que quería seguir viva.

Sólo la vida es vida, pensé. Cualquier otra cosa es huída, es rendición a la muerte, es desacato a la propia historia, es cambiar los mejores párrafos de la biografía por otros funestos. Es imperdonable. Es una ofensa a Dios.

Así que el tercer capítulo de aquella carta de confidencias daba paso a un cuarto que estaba por escribir, pero ya sabía quiénes era los protagonistas.

En el último párrafo escribí que la llave de la puerta está debajo del tiesto de los geranios; si me encuentras dormida espera hasta que despierte: no quisiera verte y creer que eres un sueño. Ven envuelto en alborozo, que no falten las risas a nuestro alrededor. Ven tan pronto como puedas, tan rápido como un viento, y tráete nuestro pasado, para que lo actualicemos, y tráete un futuro en blanco, para que lo llenemos de nosotros.