Francisco de Sales - Relatos

JURO QUE ES LA ÚLTIMA LÁGRIMA que escribo por ti

Francisco de Sales 

     

Estuve toda la noche esperando ver cómo llegaba el amanecer. 

Se demoró más de lo previsto, y ya estaba poseído por el sueño cuando, tímidamente, como si fuera la primera vez, como haciéndolo a hurtadillas y con miedo a ser descubierta, apareció una rendija de luz, una mínima claridad, una claridad aún oscura, una insinuación de alborada que sólo mucho más tarde se convirtió en una irradiación de luz y vida.

        Cuando el sol borró el recuerdo de la noche, y con su fuerza y firmeza pareció que prometía que nunca volvería la oscuridad, a pesar de estar vencido por el sueño, pero no rendido a él, seguí conduciendo hacia ninguna parte.

        Dos días antes había salido huyendo de tu recuerdo.

        Pero la distancia me recordaba más a ti.

        Te veía en cada mujer, en cada acto, en cada recodo.  En todos los sitios te veía.

        Pensaba entonces que nunca te podría destronar y desterrar.  Pensaba entonces que estabas en el umbral de mi memoria y que cada vez que tuviera que hacer uso de ella, tendría que pasar a través de ti.  No sabía cómo decirlo, pero el sentimiento era el del dragón guardián de la puerta al que es imposible no ver, y al que hay que enfrentarse, y sufrir sus desgarros y sus zarpazos, sus rugidos y su aliento podrido, antes de llegar a la presencia de tu ausencia.

        Si me hubieran ofrecido escoger entre seguir como estaba, vivo pero sólo en función de tu añoranza, o muerto, quizás no hubiera sabido decidir qué era menos doloroso: si vivir sufriendo por ti, o morir y no poder evocar los momentos buenos que hubo.

        El dolor miente, y cuando no miente se equivoca.

        Pero con dolor, y esto sólo pude aprenderlo años después, la claridad no funciona, y toman el mando de las decisiones entre el desacertado odio y la obnubilada parcialidad de sentirse víctima con derecho a venganza.

        Malviví (decirlo de otra forma sería un desatino) atormentado por mis errores, por mi inexperiencia en la experiencia que estaba padeciendo y porque me sentía imperdonable. Hasta mi propio amor propio me había abandonado.

        Abandonado también por mi autocompasión, sin un motivo por el que seguir adelante, carente de esperanza, ausente de expectativas de final feliz, sin ánimo para llegar hasta mañana, permití a la desolación que se hiciera cargo de mi decadencia y de mi destrucción y me limité a respirar, ya que la autonomía de los pulmones me obligaba, y a comer o beber cuando el cuerpo me imponía abrir la boca.

        Desde mi ausencia me parecía que los demás sí estaban vivos y que yo era el espíritu sin cuerpo que ve el desfile de otros sin participar en nada.  Supongo que estaba vivo. Lo supongo porque en este momento estoy escribiendo y he llegado hasta aquí y ahora, pero no me atrevo a jurarlo.  Es una suposición de lógica más que una certeza de mi recuerdo.

        Los días transcurrían a mi pesar y sin importarles cómo estaba yo, qué me pasaba, dónde estaba mi ausencia, dónde se refugiaba mi alma, dónde capturaba trozos de mi propia muerte y me los adueñaba.

        Un día, no sé cuál, se despertó el instinto de conservación, el mecanismo de alarma para seguir siendo y estando, y se hizo cargo de mí. Me llevó hasta la ducha y me mantuvo durante un tiempo prolongado, me hizo reflexionar, mirarme con ojos de justicia, pagarme al contado cuanto me debía y empezar de nuevo a existir.

        Por una auténtica casualidad, en una conversación con alguien que me habían presentado y con quien parecía existir una coincidencia de la infancia, salió a relucir el tema de una foto hecha en el colegio donde estudiamos juntos.  Me comprometí a buscarla y aportarla como prueba del asunto que se trataba, para confirmarlo o desbaratarlo, y para llegar hasta ella tuve que pasar por muchas otras fotos.

Convivían, en una amalgama de puesto de Rastro, todas las fotos, la mayoría en blanco y negro y sus grises derivados, que testificaban que alguna vez había existido lo que ahora llamo pasado.  La primera que apareció me la habían hecho a los pocos días de empezar a cumplir el servicio militar.  Me llamó la atención, sobre todo, el incipiente bigote.  La quise mirar con alegría, pero lo que me salió fue una pena triste y una pregunta llorada de disculpas al que me miraba: ¿Qué te he hecho?.

Me di cuenta de que la pregunta estaba mal construida, pero entendía perfectamente lo que quería decir.

La quise reconstruir con mi experiencia de preguntador, pero en realidad lo que surgió fue un análisis, hecho desde mis actuales cuarenta y dos años, de lo que había sucedido entre la inocencia de aquellos ojos de veinte hasta ese instante. El sentimiento que me quedó fue de haberle fallado.

        En la siguiente fotografía estaban mis hijas jugando sobre la alfombra.  Inmediatamente pensé que no tenían que seguir allí, mezcladas con tantas cosas sucedidas y alguna situación reconvertida ahora en malos recuerdos.

        Separé la foto, para que no se contaminara, sintiéndome salvador de su futuro.  Pero no.  En el inconsciente, o en alguna otra parte, estarían también mezcladas con todo lo acaecido, formando parte de una montaña hecha con cada segundo, con cada suceso, con todo lo reído y todo lo llorado.  Eran un fragmento de mis leyes.  Eran un ingrediente más de mis actuales cimientos.

        Así que volví a dejarla donde había permanecido, le permití recuperar el espacio que había conseguido con el tiempo, y seguí hurgando en los certificados fotográficos de lo que había ocurrido.

        El azar separó del montón otra fotografía que se colocó entre mis dedos.  La giré para descubrir la imagen.  "No debía haberlo hecho", pensé al verla.

        Allí estaba una de las fotos de mi boda. Y salieron a borbotones ruidos y risas, lágrimas y miedos, desamores y rabias.  Salieron multitud de capítulos de mi autobiografía del letargo al que les había condenado.

        Me pusieron ante la vista de lo innegable diferentes momentos que pasé junto a ti, o debidos a ti.  A todos les unía el lazo metafórico de algo en común: eran tristes, adjetivados con dolor, sufrimiento, pena, llanto...

       Una porción de cordura supuso que también tenía que haber algo no malo. 

Pensé que sí lo habría, pero al no encontrarlo enseguida en el archivo pensé que no debió ser cuantioso o cotidiano.

        El suplicio que me produjo el recuerdo de tu pasar por mi lado, aunque no pude localizar el sitio físico donde me hacía daño, obligó a los labios a apretarse y a los ojos a prepararse para el sollozo.  Una convulsión autorizó el comienzo y mis ojos de agua se desbordaron.

        Desapareció el mundo del presente, se evadieron los alrededores, se escapó la consciencia que me indica que yo soy yo, y no me quedó más atención que para oír mi congoja, los hipidos de mi corazón, y un suspiro entrecortado y sufrido.

        Sólo se atrevió a romper el estado un dramático grito.  Un grito que contenía cuanto dolor se puede acumular en una persona, cuanto de trágico puede contener una vida, y las protestas reprimidas y la rabia nunca expresada.

        Mi pensamiento, sin consultarme, se fugó a sucesos lejanos.  Hurgaba en el sitio donde se les suponía, pero aparentemente todo estaba cubierto por un polvo negro de inexistencia.

Durante un tiempo, la parte de la mente que me quiere me había hecho el favor de negarlo.  Pero ahora, yo, como un guerrero montado en su caballo blanco, quería encontrar y sacar a la luz mis desdichas, las vivencias con su séquito de padecimiento, al yo confuso que vivió la experiencia como si fuera ajena, al yo mártir que lo soportó como su instinto de sobrevivir le dio a entender, y al yo pequeño, enojado, incrédulo y asustado al que le correspondió estar allí.

        Entonces, otra vez se incorporó la cordura al proceso de pensar y dijo sin dudarlo, repitiéndolo hasta la extenuación, como un eco rayado: "pero tiene que haber algo que no fuera malo...”

        Esto complicó más el sumario.  Es más fácil odiar sin la opinión de la conciencia, y más trágicamente placentero sufrir cuando todo lo que el otro ha hecho ha sido siempre malo.

        Sí, de acuerdo, opiné, supongamos que hay algo que no fuera malo...  ¿y qué?

        ¿De qué me va a servir recordar momentos en que el amor parecía cierto?, preguntó mi rabia.

        No te metas en esto, le contesté a mi rabia, este es un asunto entre yo y yo.

        Así que traté de ser cuerdo, ecuánime, desapegado.  ¿Dónde está mi sensatez?, ¿Dónde está lo que he madurado?, ¿Dónde la comprensión?, ¿Dónde la serenidad?, ¿Dónde mi conciencia que me ayuda tanto?.

Todos ellos se fueron presentando a mi llamada. 

El perdón, sin haber sido convocado, también acudió. 

Un nuevo estado, una nueva calma y una visión nueva se fueron manifestando en mí.  Cada una de ellos fue ocupando su trono, su sitio de administrar justicia.  Me fueron aportando su sapiencia, su paz y su prudencia.

Y ahora, tras estos pensamientos, me han huido las ganas de asolar y vengar.  La venganza la hubiera querido realizar entonces, cuando sucedió, desde la impotencia del tormento. 

Ya no siento aquella impotencia y ha desaparecido el deseo de venganza. 

Esta carta confirma el final de mi huida.  Ya no temeré encontrarte, ya no mantendré lleno el almacén del odio hacia ti, ni te dedicaré un lugar en mi presente, y te regalo esta poesía. 

 

 

Juro que es la última lágrima que escribo por ti 

Cada vez que he escrito sobre ti

he repetido un breve vocabulario:

llanto, soledad, penas, te odio...

pero mis poesías son más que palabras:

son sentimientos.

Cada cosa que digo no es sólo una idea:

está vivido.

Cada palabra que utilizo

quiere decir lo que dice.

¡Cuántas veces hubiera dado mi vida entera

sólo porque me permitieras engañarme

imaginándote mía,

saberte a ratos posada a mi lado,

poder adorarte!

 

Ahora cierro mi corazón a dolores que me envíes,

prohibo a mi mente que piense en ti,

sugiero a mi cuerpo que no te desee

y no me venda por puro sexo,

paso el borrador por el sitio que ocupabas,

quemo tu presencia en cada rincón de la casa,

hago borrón,

con llorosas gotas que vienen a despedirte,

y cuenta nueva,

con letras de oro engalanadas,

y juro que es la última lágrima que escribo por ti.