Francisco de Sales - Relatos

LA NOVIA VIUDA

Francisco de Sales 

     

- El vestido era de tu abuela. Ten cuidado con él. Si Dios quiere, algún día tus hijas lo llevarán, y quizás tus nietas también. ¿Te las imaginas?, ¿Te imaginas el día que se lo prueben, como tú estás haciendo ahora, y que sientan la misma emoción que sientes tú? Mira, yo sólo le pido a Dios, ya que no me va a permitir estar aquí para verlo, que por lo menos ellas estén tan enamoradas como estás tú, y así yo estaré tranquila en mi tumba.

- Qué melodramática eres, mamá. Cómo te gusta ponerte en el papel de sufridora. Claro que estarás para verlo, y además cuento contigo para que me ayudes a vestirlas.

- Ay, no lo sé hija mía, yo cada día tengo más achaques.

- Lo que tienes es mucho cuento. Venga, ayúdame a cerrarlo por detrás que quiero verme en el espejo. 

 

El espejo le devolvió la misma imagen que recibía: la de una chica joven, casi niña, poblada de ojos brillantes, muy ilusionada y muy feliz.

El traje de novia la hacía parecer un poco más mayor, pero no podía disfrazar algunos de sus gestos infantiles ni el aire travieso de su gracia ni la luz irisada de sus sonrisas.

Se miraba en el espejo y era el reflejo de la dicha lo que veía.

Tan inmensamente bienaventurada que se debería inventar un adjetivo superlativo para aproximarse a la euforia de su corazón y al alborozo de su ilusión, que se imaginaban halagüeños.

Su madre, su abuela, sus tías… todas las mujeres de la familia participaban en la prueba, como decían ellas, y cada una aportaba una opinión que desconcertaba a las demás. La unanimidad sólo se producía en lo guapa que estaba y en lo resplandeciente de su semblante. 

 

El destino no pudo aplazar para otro momento la pesarosa noticia del acontecimiento que se aproximaba: unos pocos minutos después tendría que acercarse a Elías por la espalda, en el momento en que se probaba el traje de novio, y debía clavarle un cuchillo de la mano vengativa de un antiguo compañero de trabajo que un día le juró, por estas que son cruces, que le mataría.

Así que el destino asistió imperturbable a los últimos minutos de felicidad en la vida de una persona, los vivió sin dejar que las risas que volaban le contagiaran su alegría, y un instante después entró en la alcoba, y a través de la voz ahogada de su prima Isabela gritó le han matado, por la espalda, le han matado, mientras se agarraba a la novia para que no se cayeran ninguna de las dos del pasmo. 

 

Gritó cuanto pudo.

A falta de los por qué que preguntaran, o de la calma que serenase su desconcierto, gritó cuanto pudo, con gritos sin destinatario, sin lamentos, sólo gritos, puros gritos de gritos desgarradores, y no hubo consuelo que la acallara, ni brazos que la calmasen, ni bálsamo en las palabras: sólo hubo un infinito de lágrimas, un vacío insondable de incomprensión y una maldición al Satanás de los Desamparos por su saña implacable.

Después se desmayó y pasó los siguientes minutos en un desvanecimiento que tampoco le perdonaba el dolor, ya que soñaba que seguía despierta, y soñaba que al hombre con el que se iba a casar le habían matado, por la espalda. Muerto para siempre. Muerto de no seguir vivo y no poder decirle por enésima vez cuánto le amaba. Muerto de no poder rendirse en sus abrazos y no poder poner la oreja al lado de su boca para que la llenara de palabras enamoradas. Muerto de no poder viajar juntos por el futuro como se habían prometido.

Cuando recuperó el sentido estaba rodeada de una cohorte de gemebundas mujeres; todas la querían acoger en sus brazos, todas querían ofrecerle su consuelo, los brazos alargados para tocarla, la conmiseración desquiciada por la tragedia inmerecida, el alma abierta a acogerla, pero era una marabunta enfebrecida en su solidaridad y eso la destruía más.

Sólo la muerte que la llevara con la otra muerte podía rescatarla del desbarajuste de su ir y volver sin ser ni saberlo. Sólo la muerte podía compensar la otra muerte si la llevara a los brazos yertos de él, que sin duda resucitaría con el contacto de su cuerpo. Sólo la muerte podía acallar aquel estruendo de lamentos si la llevara al mundo oscuro silencioso donde el dolor no se establece porque no hay dolor donde no hay sentimientos.

Así que para qué seguir si el mejor destino que le podía ofrecer el destino era no seguir.

Lo más fácil era dejar de respirar: no abrir los ojos del sueño en que se sentía y obstinarse con su desesperanza en el vacío de los pulmones que no se dejan llenar de aire.

Despedirse mentalmente de su madre, de su abuela, de sus tías, abandonar la prueba volando en un aire de ángel que regresa al Cielo con los suyos; volar, sin quitarse el vestido de novia virgen, de novia adolescente, de novia irreprochable entregada al verbo amar; rezar, a pesar de todo, acallar su alma que no comprende, encontrar la paz en los laberintos inverosímiles de la incomprensión, abandonar con premura la vida casi sin haberla usado.

Esparcir por el aire las gotas de su llanto, solidificadas, como reliquias, como su primer milagro de Santa reciente.

Dejar en la memoria del mundo, para que el futuro la recuerde, la blancura de su paso, la levedad y la profundidad de su mirada estrellada, la magia de su sonrisa, el derroche de cariño, el cuidado que procuró a sus seres queridos, la palabras apacibles con que pronunció cuanto dijo.

Iniciar el adiós, la despedida ya inaplazable antes de la partida, escuchar la música que llama a la residencia de las almas, y seguirla tarareando sus notas.

Y una última sonrisa para que quedara instalada en la boca, para que no la lloraran tanto y la recordaran feliz hasta en el último instante: el de acompañar a su amado hasta que la muerte ya nunca les separe.